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Luisa Castro Nilo - Enérico García Concha
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Lo conocí un martes 17 de marzo de 1981, porque su
hermana creyó que yo era la persona indicada para servirle de fachada a este
compañero que retornaba a Chile clandestino. Sin dudarlo, porque me pareció lo
correcto acepté, sin saber quién era, ni a qué partido o movimiento pertenecía.
Lo supe luego de aceptar. Él sabía de mí dos cosas: que era comunista y que era
amiga de un compañero mirista desaparecido, Alfonso Chanfreau. Y claro, que
nuestros padres y muchos parientes se conocían porque todos eran socialistas.
Yo, de él, todo de todo. Su hermana y su madre, en muchas tardes de recuerdos
hablaban del ausente. Supe de su niñez, de su adolescencia, de sus primeros
amores, de sus amistades del barrio. De la casa de Ortega y Gasset, de su vida
escolar, de su militancia en el MIR. De la bomba puesta en la casa de Hernando
de Magallanes por los fachos del barrio días antes del golpe de Estado. Nuestro encuentro fue en casa de Mario Superby.
Desde entonces, Alfonso y Mario han sido parte importante de la familia que
terminamos formando. Nuestros hijos conocen y aman a estos dos amigos que
siendo tan jóvenes resultaron ser peligrosos para el régimen que se instaló un
día de septiembre de 1973.
Cuando lo conocí, tenía 29 años y muchas vidas ya:
militancia desde los 16, primera prisión e incomunicación a los 17, a los 19
matrimonio y primera hija: Tania, la querida, la siempre recordada y a los 23,
Miguel Enérico, nacido en Rumania, donde lo lleva su primer exilio y donde lo
alcanza la muerte del Jefe, un 5 de octubre (llega a dar temor vincular fechas,
Miguel Enérico fallecería un 6 de octubre del año 2017). Pero también a los 19,
había sido parte de esa primera escolta presidencial, la de amigos, la
ideológica, la que de verdad defendería al presidente Allende. Y a los 21, el
Golpe e Indumet, la prisión en el Estadio Nacional y la cárcel pública. Y
bueno, todo aquello que se vislumbra o explicita en sus relatos.
Con ese hombre, compromisos de seguridad mediante -
los míos relativos a Antonia, mi hija de 8 años - vivimos entonces en una casa
nuevita de La Florida, con ventanas con cortinas y jardín de flores, con
puertas abiertas para que los amiguitos de Antonia, entraran con o sin ella.
Casa con música y gladiolos en los jarrones, con abuelos de visita un domingo cualquiera;
un perro llamado Pirata y un cumpleaños infantil bien celebrado, así como la
Navidad del 81 y el verano del 82. Con volantines encumbrados entre él y
Antonia. Fue la más real de las fingidas realidades. En ese barrio, llegó a
conocer el nombre de los vecinos y de las dueñas de los almacenes.
Ahí, en esa casita de juguete, vivimos la pena de
la muerte de Juan Lara. Una noche entera conversando de su último mensaje y el
reforzado compromiso de continuar. Y entonces, los compañeros asesinados y
quemados: siempre continuar. Ahí supe de sus inquietudes, las que planteó donde
correspondía, tanto entonces, como luego en su segundo exilio. Y en el libro
que escribiría años más tarde. Ahí pasé varias noches sola mientras él se
acuartelaba para acciones del día siguiente. Ahí supe que podía dormir en
cualquier circunstancia. Desde ahí, salía en esas mañanas siguientes con una
radio en la mano para escuchar las noticias, y esperar el llamado diciéndome: “salí
hoy más temprano, me voy para la casa”. Y vuelta a la casa, con la radio y el
cassette de Pablo Milanés puesto siempre en la misma canción: Para Vivir. Y
entonces, él dormido mordiendo la punta de la sábana, mientras las noticias
hablaban de delincuentes, terroristas. Y yo veía al hombre. El que le leía cuentos
a Antonia, quien en el colmo de la injusticia, solo recuerda esas lecturas, no
las mías durante años. En esa casa y en una parcela cercana, nuestra segunda
casa, jugamos al Ahorcado y al Bombardeo, ¡programamos un hijo! y recibí una
mañana a tres vehículos policiales, a los que vimos avanzar mil metros desde la
reja hasta la casa...para preguntarnos si había aparecido el dueño de la casa,
acusado de “abandono de hogar”.
De la casita salimos una noche, luego que yo
llegara con el diario con “fotitos”. Y de la parcela con almendros, vacas,
patos, gallinas y más perros, salimos el 3 de julio de 1982, para sumergirnos
los dos en la clandestinidad. Clandestinidad compartida que rompía por primera
vez un compromiso: si uno de los dos se encontraba en peligro manifiesto, nos
separaríamos. Con ese predicamento llegué el 2 de julio, pero él dijo “después
hablamos de eso”. Ese después se extendió por cuatro meses, los mismos que se
demoró en convencerme de salir del país. Cuatro meses en que también hubo
risas, su cumpleaños número 31, intercalando acciones militantes con compra de
zapatos de flamenco para Antonia, a quien ya no podíamos tener con nosotros,
con el producto de un premio conseguido por su conocimiento de los caballos,
esos que corren en una pista. Y aún otro cumpleaños, el de Antonia, en una casa
improbable, como ese almuerzo en el Club Hípico y esas carreras que la hacían
voltear la cara para no ver los apremios a los caballos. Y claro, la joya de la
corona, el anuncio en agosto que venía el hijo que habíamos planeado. Una
locura se dijo. Pero, como le dije a Antonia el otro día, nunca nadie dijo que
fuéramos cuerdos. El nombre del anunciado se eligió exactamente a las tres. El:
Luciano, Yo: Lucho Corvalán. Él: Federico, por Engels. Yo: bien, Federico, pero
por Federico García, el granadino, el poeta. Que sea poeta, que construya para
sí, la casita blanca de ventanas azules a la que aspiramos cuando la guerra
termine. Y la locura de las locuras. Con esa cara seria de los grandes
momentos, me dice: pero no nos quedaremos solo con este hijo, no podemos tener
dos hijos únicos (referencia a la diferencia de edad entre Antonia y el futuro
Federico). Estábamos en la miseria, atrincherados y ya se imaginaba a la futura
Carmen Luisa. Entonces, aunque lo miré horrorizada (yo, de súper madre, poco),
supe que sobreviviríamos a eso, y a lo que viniera.
Murió otro martes, a los 71 años; padre de cinco
hijos y un afecto entrañable y por siempre, por Iván, hijo de la compañera con
la que compartió parte de su exilio en Cuba; abuelo de siete nietos y de cuatro
bisnietos y otro por nacer. De su vida militante, él habló en su libro “Todos
los días de la Vida”, salido de grabaciones luego descaseteadas y editadas por
Antonia el año 2005, estando embarazada de su hija Azul, en pleno período de
creación. También de su militancia y trabajo político han hablado sus
camaradas, tienen ese derecho. Así como yo cercené en la revisión que le
hiciera a su manuscrito, una mención a mi propia militancia, le dejo a sus
compañeros ese espacio. Pero ese militante, ese revolucionario, ese
combatiente, lo fue también en su dimensión más privada, y desde ahí puedo
hablar sin auto censuras. Pero también puedo dar fe, desde esa dimensión de su
consecuencia con lo que enuncia al final de su libro: “Para mí, un militante,
un cuadro, un hombre nuevo es aquel que cuando sueña con sus hijos, cuando
desea que sus hijos estudien, que tengan salud, que tengan una vida digna, que
tengan una vida justa, no está soñando solamente con sus hijos, está soñando
con todos los hijos de un pueblo, de una patria o del mundo”.
L. C.-N.