Sucedió que ese verano leíste para
mí las páginas del gran libro. Hubo un momento de espera. No había forma de saber
cuan largo sería. Y yo me preguntaba a la distancia cómo sería andar por tus
pagos encomendado con tamaña misión. No quisiera ofender, pero estarás de
acuerdo, lo sé, y cómo me gusta saberlo, eso fue más considerable que dibujar
un cordero. Lo digo sin desprecio por el cordero. Pero el libro. El gran libro.
Inaccesible. El libro que nunca nadie había podido acercar. ¿Vos leerías para
mí? (Amigo andante, caballero, ¿tendrás idea alguna vez de todo el tiempo en que
esperé a que salieras del libro, de tu propio libro, para venir hasta el mío? Y,
de libro a libro, intercambiar una página, dos, tres, cuatro, y tras esas
páginas todas las otras. Las miles de páginas de tu libro y el mío). Porque ese
fue el verano en que yo también te leí. ¿Llovía cuando me encomendaste tamaña
misión? Todo se fue borrando salvo las voces. Solo ellas perduran. Y el campo
de batalla. El cielo en tu relato. Y en el mío. Tierra allá. Mar aquí. Todos náufragos.
Todos vivos en el milagro de la voz que permanece y cumple. Rojas las tapas del
libro que quedó aquí (dijiste: Todo es símbolo) y esto es cierto: no lejos del
reloj.
Y. para V.