Nosotros, los que hacemos este espacio, también recibimos cartas a veces. No son exactamente como las de antes pero son cartas, no palabras sueltas, no palabras abreviadas, son palabras enteras y por eso las publicamos. Tal como nos llegan: enteras.
Días atrás, me emocioné cuando mi compañera me dijo que nunca tuvo una casa tan linda como ésta en la que vivimos. Terminó de decirlo y se me agolparon un mundo de cosas. Apareció la imagen de la sala de Foster y Apoquindo, allá en Santiago, y recordé “La casa nueva”, el vals de Tito Fernández. Cantaba el Temucano: “Hoy estamos de fiesta, tenemos nueva casa… Vamos a vivir unidos en este minuto nuestra eternidad”. El recitado del valsecito (“La casa nueva, nuestra casa. Fruto de tantos años llenos de penas blancas”), me llevó a pensar en las casas de mi familia, en las mujeres de esas casas, en el cobijo que nos dieron, en el amor que ellas les pusieron. Y también en las “penas blancas” de esas mujeres, en la ausencia de techo muchas veces, en la falta de todo lo necesario otras tantas, en sus angustias de madres, en su coraje y en sus audacias. ¡Qué poco sabemos los hombres de tantas cosas! Recordé entonces el escrito de mi abuelo, cuando decía que nunca había podido olvidar “las cuatro palabras del epitafio antiguo: ‘Ella cuidó la casa’. Nadie le ha dicho más al corazón de una mujer, seguramente porque aquella mano, temblorosa de amor y sufrimiento no escribió para la mujer de sus amores, sino para la ausente de su amor: para la madre. ‘Ella cuidó la casa’… ¡Qué sencillo!, como que es sencilla siempre la ciencia insuperable del sentimiento”. Así de sencillo y hondo fue el regalo de Sandra, su dulce comentario: “Nunca tuve una casa tan linda como esta”. Y entonces tuve ganas de hacer como el Temucano y decirle: “Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals… Déjame mirar tus ojos recordando tiempos que no volverán, amor, amor, amor”.
Carlos Semorile