Cada vez que el otoño nos regala sus dorados, una parte mía viaja a Santiago. Las hojas ambarinas, rojizas y rubias tapizaban las calles de Las Condes, el barrio donde la fortuna quiso que nos juntásemos casi toda la familia en aquel exilio del año 72. Escribo la palabra “exilio” con algo de pudor. Indudablemente lo fue para todos nosotros, inclusive para mí que, siendo un niño, me mantuve en un estado de asombro permanente. Claro que entonces no lo sabía, ni tampoco eran buenas todas las novedades y descubrimientos. La historia reciente se me imponía (habían asesinado a mi tío y desparecido a mi tía, aunque esa palabra -desaparecido- era extraña a nuestra lengua), y estaba furioso: me agarraba a trompadas cada dos por tres, como nunca antes y como nunca después. También me enamoraba a menudo, y es que la singular belleza de mis compañeritas impedía la indiferencia. Pero, entre las grescas rotundas y los idílicos romances, andaba como perdido pues, a pesar mío, seguía siendo el extranjero, beneficiado por las niñas y aborrecido por los pibes.
De aquella encrucijada vino a rescatarme
Olga, mi abuela. Ella tenía los dones del amor y la lectura, y conjugando ambos
me regaló “Papelucho”, un libro de la escritora Marcela Paz. Me da temor lo que
pueda escribir ahora, porque intentar retratar a Papelucho sería como
encorsetar a Mafalda. Papelucho es un niño sensible que, por eso mismo, piensa
demasiado. Y como las cosas que piensa son “incomunicables”, se pasa las noches
en vela hasta que consulta a la Domitila, la muchacha que hace las tareas de la
casa:
“Lo
que sucede es terrible. Muy terrible y anoche me he pasado la noche sin dormir
pensando en esto. Es de aquellas cosas que no se pueden contar porque no salen
de la boca. Y yo sé que mientras no la haya contado no podré dormir. Le
pregunté a la Domitila, qué hacía ella cuando tenía un secreto terrible.
-Se
lo cuento a otra -me contestó.
-Pero,
¿si es algo que no se puede contar a nadie?
-Entonces
lo escribo en una carta.
-Tú
no entiendes nada -le dije-. Es algo que no puede saberlo nadie.
-Entonces,
escríbaselo a nadie -me dijo, y soltó la risa.
Otra
vez es de noche y ya debería estar durmiendo. Pensando en lo que dijo la
Domitila, he decidido escribirle a “nadie”, como ella dice, y que es lo que otros
llaman su “diario”. Cuando esté escrito me habré librado de seguir pensando”.
Así nacen los “diarios” de Papelucho,
doce aventuras en las que va consignando para “nadie” las vicisitudes de su
ajetreada vida de niño quilombero que, navegando en un mar de buenas
intenciones, invariablemente terminaba generando problemas allí donde se
proponía llevar soluciones. Su familia, para decirlo con un término actual, es
disfuncional: unos padres tan clasemedieros como conservadores, un hermano
mayor que pasa de “hijo pródigo” a mero hippie, la inesperada llegada de una
hermana menor (la dulce Jimena), y la desopilante Domitila, la única persona de
la casa con la que se puede conversar. Sus amigos, que por otra parte no son
muchos, viven en las “poblaciones”, o son adultos y, en ese caso, gente de
trabajo. Por esta vía, llegué a comprender la soledad, o mejor dicho el
abandono de mis nuevos amigos, los niños bien con los que estaba obligado a
relacionarme allá en el Barrio Alto. Sólo que yo, que de alguna manera también estaba
solo, tuve la dicha de tener una abuela que me introdujo en el camino del
lector.
Los libros de Papelucho, que Olga me fue
regalando a medida que los iba devorando, me abrieron un mundo que hasta ese
momento permanecía abroquelado. Opacado. Papelucho cambió radicalmente mi
soledad, la enriqueció hasta volverla valiosa, única, imprescindible. Con los
años vendrían otras lecturas transformadoras, y alguna llegaría también de la
mano de Olga y su “timing” para dar con el libro justo para cada edad. Pero
ninguno como la saga de Papelucho, ora misionero, ora historiador, o detective,
o disléxico -justo él- , o casi huérfano. Ya de regreso a la Argentina, y
pasados los años, una de mis tías le pidió a un compañero gráfico que me
encuadernara la colección. Así protegidos, los distintos Papeluchos llegaron a
las manos de mis primas y primos, con resultados diversos. Claro, siendo ellos
más chicos, les faltaba aquel otoño chileno que, aún hoy, me logra confundir:
no sé si extraño Santiago o el placer de leer a Papelucho con la mirada
inocente de aquellos años. O las dos cosas.
Alguna vez pasé por La Serena y me
compré los doce títulos ante la mirada pasmada de los despachantes. Nuevecitos,
impecables, con los hermosos dibujos de la Marcela Paz a los que, cosas de la
memoria, no recordaba haber visto antes en colores. Hace unas semanas,
siguiendo un impulso, tomé el primer título de los que sobrevivieron
encuadernados y se lo llevé al más “léido” de mis sobrinos. Desde ese momento
estoy, como los místicos, a la espera del milagro. Él sabe quien fue Olga
Maestre, y ése es un enorme punto a favor para que abra ese libro que pasó por
sus amorosas manos. Si lo hace, si deja que Papelucho le hable y le cuente, el
mundo habrá ganado un lector. Y él será una persona más feliz.
Carlos Semorile