Estas líneas son para celebrar que, a
veces, la reparación es posible.
A mediados de los ´70, la casa de mis
padres parecía un anexo de la Unesco. Vivíamos en alegre montonera gentes
nacidas en el puerto, en provincias, en países hermanos y en comarcas lejanas.
Familiares y desconocidos. Casi todos militantes, y alguna colada ocasional. Estaba
Shirley, la norteamericana, cuya beba nació argentina y quién te dice si ahora
sabe que en ella y su madre se reflejaron las luces de la antigua Saavedra. De
vez en cuando, pasaba un compañero del interior que no necesitaba cantar para seducir
al mujerío: alcanzaba con sus bigotazos y su melena, con su estampa de hombre dulce
y recio a la vez. En la cocina de aquella casa dio sus primeros pasos mi prima
Mirta, un mediodía que partí al colegio embebido en la maravilla de su andar
tambaleante. Meses más tarde nacería su hermano, de modo que, en el medio del
caos de aquellos años difíciles, aquello fue casi una maternidad.
Estaba el vecino de la derecha, que era
rico y de derecha, y estaban los vecinos de la izquierda, que eran pobres y de
izquierda, y tenían una hija hippie, notable artesana, casi una artista, gran
fumadora y conversadora insomne, y cuya hija trabajaba en un banco de 9 a 5. También
estaban mis primas mayores, que iban y venían con sus destinos de bioquímicas y
sus rebeldías y sus penas. Y atrás de ellas sus novios, con sus penas sin
rebeldías y sus amores constantes. Con cada una de estas personas me unía algo:
admiraba al cantor pintón, me enternecían mis primos pequeños, asistía al
fastidio de mi hermana cuando el pretendiente de nuestra prima mayor mataba la
espera jugando a irritarla, estaba embelesado con los maternales pechos de
Shirley, jugaba al ajedrez con el vecino de izquierdas y correteaba a la nieta
gringa del vecino de derechas. Cantaba todas las canciones, escuchaba todas las
charlas y, para no perder palabra, era el último en ir a dormir.
Pero de todas las “visitas” que tuvimos,
mi más amigo fue João. Como todos los demás, él tenía una deriva bien
trajinada, con aprendizajes y culturas que se le iban sumando como pieles a la
piel. No podría decir cuánto tiempo estuvo con nosotros, en todo caso el
suficiente para adoptar el "Rechiflao en mi tristeza" de Mano a mano, o para regalarme lecturas
exquisitas para esos años -y también para éstos-. João me introdujo en el mundo
de Lucky Lucke y su sátira mordaz de lejano oeste de los pistoleros y los sheriffs,
mis antiguos héroes de los tiempos idos. A cambio de este derrumbe mitológico,
su temprana vocación paterna y su facilidad didáctica me alzaron hasta las
Galias irredentas de Asterix y Obelix. Cuadro a cuadro, João me hacía comprender
-y sentir- la historia desde el lado de los resistentes y, con esas
herramientas, podía vislumbrar que la ironía es capaz, incluso, de desarmar al
mayor de los imperios. Descubrí el placer que existe en la inteligencia, pues
hasta allí me levó la cariñosa pedagogía de João, mi amigo brasilero.
Con quien, claro, jugábamos al fútbol. La
sala era grande, al menos lo suficiente como para poner dos sillas como arcos y
tener un par de metros para intentar unas gambetas. Que nunca me salieron,
porque fueron proverbiales las palizas y goleadas que me pegaba con su
habilidad carioca. Al final de uno de esos partidos, João me dijo que se le
abría la oportunidad de volver a su país y que debía irse. Me lo explicó
serenamente y me preguntó si lo iba a echar de menos. No me animé a decirle que
no sabía el significado de la expresión “echar de menos”, y entonces le dije
que no. Se sorprendió mucho con mi respuesta, y me repitió la pregunta.
Comprendí que me había mandado un macanón, pero mantuve la negativa acaso
porque estaba muy enojado con él debido a su partida. Sentí que lo
desilusionaba, pero seguí jugando a la pelota como si nada. Y me lo reproché
todos estos años.
Como con tantos otros compañeros y
militantes, a João también le perdimos el rastro. Viajé varias veces a Brasil y
siempre pensé en buscarlo, pero sin más datos que su nombre, era una tarea poco
menos que imposible. Todo parecía destinado al desencuentro, hasta que João me
ubicó a mí:
Carlos, no me sale de la memoria viejos tangos de Gardel,
himnos y slogans de la lucha de los años 70 en Argentina. Es que mismo pasado
tantos años (cuasi 40) tengo voluntad de volver a Argentina aún que sea
por un día, únicamente para reverlos, o para rever lo que ha restado de mis
viejos amigos que un día dejé para atrás. Pero por hora me contento con poder
contactarlos y saber de Uds.
A pesar de una
vida llena de sobresaltos y luchas, que esas si siempre conmigo estuvieran, hay
un espacio muy grande guardado en mi corazón para la familia Maestre (y
Semorile!): Mónica, Brígida, Carlos, Carlitos, Mariucho, La Abuela, tu
hermanita y tantos otros. El haber entregue mis manos y mi juventud a tantas
otras luchas a lo largo de tantos años he comprendido que, al final,
todo va dar en lo mismo y que solo con la dimensión de la poesía se puede
explicar. Pero, mismo en contra todas las evidencias, como es mi característica,
aún quiero contradecir, en este caso la poesía de Antonio Machado,
que nos dice que no hay camino y que al volver los ojos hacia atrás la
única cosa que veremos serán las pegadas en el espacio que nunca más
habremos de pisar. Yo Volveré a ver mis amigos y amigas mismo que pase un
siglo y caminaremos juntos por nuevas sendas.
Me quedé
feliz en saber que estás vivo, que te casaste, tuviste hijos (¿?) e
te tornaste un escritor. Aún me acuerdo de tu semblante de niño feliz a quien
me gustaba ver reír y a decir cosas con inteligencia y humor.
Muchas veces,
desde la guerra de las Malvinas, me preguntaba o que estarías a
hacer, tendría la junta militar te sacrificado junto con tantos otros jóvenes
que cayeran en la emboscada? La verdad es que mi lucha por la sobrevivencia, mi
familia y mi dedicación a la cuestión Africana terminó por
imponerse en el día a día, y los sentimientos se fueran quedando apenas
recuerdos lejanos, unos buenos, otros ni tanto, de una época difícil pero llena
de sueños, solidaridad y compañerismo.
Pero, como me
olvidar de las tardes de mate amargo en la casa de tus padres junto con
toda la familia Maestre? Imposible. Como olvidarme del cariño de Monica y
de los demás de la familia hacia mi? No quiero olvidarme. Definitivamente no quiero
más olvidarme!
Bueno…Carlitos (se
me permites aun llamarte así), tengo mucho que hacer, escribo (en portugués) en
una revista especializada en África que ahora estamos a imprimir también
en Brasil. Estamos en la Rio+20 y tengo materias para hacer.
Dile a Mónica que
yo y Maria do Carmo le mandamos saludos, besos e abrazos!
Cuando pudieres
deme noticias de todos.
Un grande abrazo. João
Belisario (Juanito).
Todo en esta carta -y en las que
siguieron- me enternece. Su intinerario marcado por un compromiso, su nueva
vida en Angola y su escritura para la causa africana, sus recuerdos de gente
que ya no está (esas noticias también tuve que darle), su convencimiento de que
“todo va a dar en lo mismo” y de que sólo la poesía le hace justicia al camino
de amores e ilusiones que juntos recorremos. También me alcanza de un modo
especial que me hable de mi “semblante de niño feliz” porque era justamente él quien me hacía reír en medio de tanto
miedo. Pienso en su hijo mayor, también llamado João, que tiene ahora la edad
que tenía su padre cuando escapaba de las dictaduras y hacía feliz al hijo de
sus amigos solidarios. Y en la fortuna de que ni él ni Mariana, su hermana,
tengan que sufrir sobresaltos. Ahí se ancla, junto a la de João, mi voluntad de
no olvidar.
Además, está la felicidad de saber que
estamos vivos. Porque podríamos no estarlo, y entonces no hubiera alcanzado a
agradecerle por Lucky Lucke, por la feijoada y los dulces que nos preparó su
madre cuando vino a visitarlo, y porque los galos del mundo, desde alguna aldea
arrinconada, resisten con lo que tienen a mano el avance de los romanos.
Y para decirte, caro João, que comencé a
echarte de menos desde el momento en que me dijiste que tenías que partir.
Carlos Semorile