Nunca
pensé que escribir podía tener algo que ver con jugar a las bolitas. Y también
con ese otro juego de nombre tan raro: pool. No suena linda la palabra y
tampoco el ruido del palo –o como se llame– en las pelotitas. En mi barrio se
jugaba. Había un salón de pool en toda la esquina. Vivíamos a media cuadra y
por las noches, entre todos los ruidos interiores y exteriores, mi oído captaba
precisamente ése: apenas un golpe en una pelota y todas las otras se
dispersaban, rodaban, seguían su propio camino. Como las bolitas. Más lindas,
más delicadas, de vidrio, de colores.
La
imagen de las bolitas me asaltó esta mañana pensando en algo que pasó ayer.
Tiene que ver con el texto que publicó en este espacio Carlos Semorile: “Echar
de menos”.
No
es primera vez que Carlos nos comparte una carta. Cada vez que nos comparte –lo
que se le ocurra– me siento agradecida. Pero cuando además nos comparte una
carta me carcome la envidia. No se lo he dicho. Se lo digo ahora. Yo supe
recibir cartas. Hace mucho. Ahora llegan de vez en cuando por un exceso de
voluntad de quienes las escriben. Pienso que las personas que reciben cartas
son privilegiadas. Pero además de la alegría personal que se puede tener al
recibir una carta, hay otra cosa. Ya lo hemos evocado: las cartas se están
extinguiendo. No del todo, es cierto. Algunos correos se resisten, son
electrónicos pero quieren seguir siendo cartas. Quién sabe por cuánto tiempo
resistirán. No es que la gente haya dejado de escribirse. Se escribe. Y es más,
se escribe todo el día con esos aparatitos diminutos, apretando teclas,
mensajes van, mensajes vienen, con palabras abreviadas (¿por qué no?), de
dudosa ortografía (ellos sabrán). La diferencia está quizás en el hecho de que
esas palabras no quedarán. No están hechas para durar, para ser atesoradas. Su
tiempo es el ahora. Por lo mismo, no acompañarán. No se podrá recurrir a ellas
cuando hayan pasado muchos años. No nos dirán, como sí hacen las cartas, que no
estamos solos porque alguna vez estuvimos acompañados. “Alguien nos escribió”
quiere decir precisamente eso: alguien nos acompañó, nos sigue acompañando. En
una relación de ida y vuelta, el destinatario de una carta es el remitente de
otra. Y así, sucesivamente, en un perpetuo rodar.
Es
un hecho. Algunas personas vivimos en una época en que la gente común mandaba
cartas. Antes, en otros siglos, sólo lo hacían las personas de cierta posición
social “elevada”. El siglo XX, que ciertos días parece ser el peor de todos,
también arrojó gestos de una belleza inaudita. Ternuras. Delicadezas. Como la
expansión de las cartas que se desarrolló junto con la escuela republicana, me
imagino, es decir con el saber leer y escribir. Gracias a ese saber, personas
de “baja” condición de pronto tuvieron alas. Porque ¿qué cosa es una carta sino
algo que puede volar, transportarse de un lugar a otro para llevar mensajes?
Hay un libro que habla de eso. En realidad habla de otra cosa pero en sus
primeras líneas se refiere a un tren que transportaba cartas y que por eso “iba
cargado de esperanzas”. El libro se llama La
vida simplemente y lo escribió Oscar Castro. A lo mejor no es una
exageración pensar que si se extinguen las cartas, también se extinguirá una
manera de ser hombre, de ser mujer, uno junto a otro, unos con otros. Pero eso
es triste y yo quería hablar de algo alegre.
Ayer,
Carlos publicó “Echar de menos”. Y Valeria lo leyó. Carlos y Valeria no se
conocen. No han sido presentados. No se han mirado a los ojos. No viven en un
mismo país. Tienen una cordillera de por medio. Tengo la suerte de conocerlos a
los dos. Años atrás, Valeria y yo compartimos una mesa. En esa mesa tomábamos
apuntes. Esto fue en el último año de la escuela secundaria. Recuerdo
perfectamente una característica de mi amiga que solía poner nervioso al profesor
de historia. Valeria no respondía nunca a las preguntas que él le hacía. El
profesor tenía una manera muy especial de preguntar. Caminaba por toda la sala
y, de pronto, en el momento menos esperado, se detenía y apuntando un dedo
cuasi acusador hacia un alumno, decía: “a ver, usted, ¿en qué año pasó tal
cosa?” Valeria nunca se daba por aludida. Más de una vez, discretamente, le
pegué un codazo o alguna patadita para que aterrizara. Porque Valeria se nos
iba por las nubes como escribiendo cartas eternas. De Valeria aprendí que la
distracción es una súbita disociación entre el lugar por donde vuelan los
pensamientos y el lugar en el que se nos requiere. “De cuerpo presente” solía
responder mi madre cuando era niña y pasaban lista en su propio colegio. El
tema era el tiempo. El tiempo que se toma uno en ir y volver de esos paseos
imaginarios. Y, más prosaicamente, desde el punto de vista de un profesor
ofendido: el tiempo de la respuesta.
¿Por
qué escribe la gente? Porque no puede decir.
Porque
no todo se puede decir. No siempre. No en cualquier momento.
Ayer,
Valeria leyó a Carlos y esa lectura le inspiró un texto que no quiso difundir
ampliamente. Cosa que respeto porque pienso que cada escrito tiene sus
destinatarios. A veces uno. Otras, dos, cuatro, cincuenta, cien. Cuando son más
de mil se llama best-seller. Con su consentimiento, sin embargo, me improvisé
cartero y le hice llegar ese texto a Carlos mientras pensaba en João, el amigo que inspiró el texto primero (“Echar de menos”). João, a quien ni Valeria ni yo
conocíamos, pero ahora sí, un poquito, porque Carlos escribió. Y ahora Valeria
también sabe algo de Carlos a través de su escrito. Y Carlos, algo de Valeria,
a través de su escrito, etc. Etc.
De
ahí lo de las bolitas. Lo de la sala de pool. Y ese ruido que no me dejaba
dormir.
Repito
la pregunta.
¿Por
qué escribe la gente?
Porque
algunos escribieron previamente y porque otros, distintos, escribirán. Y acaso
lo que llamamos literatura no sea más que eso. Una carta eterna de todos para
todos.
Antonia