Siempre es
problemático el tema de los legados, cómo se los transmite, la forma en que se
los recibe, el modo en que en última instancia se los tramita. Respecto de
nuestro paso por la secundaria, coincidente con el inicio y la continuidad de la Dictadura, esa herencia
es lo suficientemente compleja como para admitir dos vertientes: la represiva,
continua y permanente, y la rebelde, esporádica e inesperada, aún para sus
ocasionales protagonistas.
Hubo unos cuantos episodios perversos
en aquel Vicente López opaco y monótono de los años dictatoriales. Uno de ellos
fue el día en que, de sopetón, decidieron cambiarle el nombre al cole. Algún
acuerdo entre bambalinas con el gobierno dominicano hizo que pasásemos a
llamarnos “Juan Pablo Duarte y Diez”, a lo que no podíamos dejar de agregarle
“fundador de la
República Dominicana”, como para hacernos entender. El día de
la imposición del nuevo nombre fue una jornada terrible. Tanto los invitados
-las autoridades de la cancillería del país caribeño-, como los anfitriones -la
militada vernácula-, se tomaron su tiempo para llegar al colegio, y también se
tomaron otro tiempo considerable para cumplir con el puntilloso protocolo. Todo
ese tiempo nos la pasamos en el patio, en estricta formación y bajo la atenta
supervisión de profesoras, preceptores, personal de maestranza… e inclusive
uniformados, que se paseaban entre nosotros con su castrense amor por las
líneas rectas. Fueron horas de estar ahí parados sin comida ni bebida, y sin la
más mínima chance de romper ni la monotonía de las filas, ni el abigarrado
silencio. Y fue justamente ese silencio espeso el que iba a darles un marco
sonoro a las caídas que se fueron
sucediendo cuando las compañeras y compañeros empezaron a desmayarse como
muñecos de un teatro impiadoso. En la sala de profesores se improvisó una
enfermería, y en el suelo del patio iban quedando sugestivos manchones rojos.
Mientras la lipotimia hacía su trabajo, los que íbamos quedando dábamos un paso
al frente y el rito, qué duda cabe, seguía con absoluta normalidad.
Hubo otra ceremonia a
la que algunos tuvimos la dicha de asistir, aunque no estaba escrito que aquel
fuera a ser un día memorable. En principio, porque ni sabíamos para qué se nos
seleccionaba con tanto esmero. Un día se apareció la rectora en el aula y le
pidió a la profesora de turno que señalara a los más responsables, a los
mejores. Se ve que no eran tantos porque la rectora siguió buscando por su
cuenta y riesgo. Traté de desaliñarme a los ojos de esta señora, pero algo me
delató y fui seleccionado para el evento secreto. Tuvimos que dar números de
documentos (como si no los conocieran) y llevar autorizaciones parentales: al
fin y al cabo, se trataba de una actividad extracurricular de excepción. No
recuerdo exactamente en qué momento nos enteramos que nos llevaban al estadio
de River para un ensayo general de la apertura ultra gimnástica del Mundial.
Pero sí me acuerdo que nos hicieron formar en las afueras junto a otros miles
de chicas y chicos, y que esa fue la única vez que entré a una cancha de fútbol
como si se tratase de un museo británico. Había excitación en el ambiente, como
cada vez que hacíamos algo distinto de lo habitual, pero además el marco era magnífico:
el Monumental colmado de bote a bote únicamente por jóvenes. Pese a que
estábamos “rigurosamente vigilados” (como los famosos trenes checos), esa
imagen era algo digno de verse.
Hicimos lo que nos pidieron: cantamos
el Himno, aplaudimos como “claque” a las chicas y sus piruetas y, en resumidas
cuentas, asistimos a una exhibición bastante más anodina y deslavada de la que
luego veríamos por la tele. Todo podría haber seguido así de prolijito y
aquietado, de no mediar la voz del locutor anunciando la simulada presencia de
los popes de la
Dictadura. Lo que siguió fue impensado y único: una
formidable silbatina bajó de los cuatro costados del estadio hasta tapar
cualquier otro sonido que no fuera el de nuestro rechazo más absoluto. Los
silbidos se convirtieron en gritos y en seguida en abucheos, y esa fabulosa
descarga sólo amainó por la fuerza de las amenazas que nos dirigieron los
preceptores y profesores, amenazados a su vez por los soldados, suboficiales y
oficiales que estaban apostados en las salidas de las tribunas. Pero no fue la
sangre inyectada en los ojos de las bestias lo que nos hizo callar: el elemento
decisivo para que consiguieran el silenciamiento fue que todos estábamos
“marcados” de antemano. Y ése fue precisamente el latiguillo que debimos
escuchar desde el apresurado cierre del ensayo hasta el regreso al colegio.
La anécdota prácticamente
termina allí: las prometidas sanciones no llegaron nunca, acaso porque 24
amonestaciones para 60.000 pibes hubiera sido como levantar la perdiz del grado
de repulsa social que cosechaba el régimen en pleno 1978 y a poco de la lavada
de cara del Mundial. Como corolorio quisiera señalar que los que allí puteamos
a Videla & compañía habíamos sido cuidadosamente escogidos como “lo mejor
de cada casa”. Éramos, supuestamente, los virtuosos, los no problemáticos, los
más aplicados alumnos de capital y el conurbano. No puedo hablar por mí –que
los odié toda la vida–, pero a esas chicas y chicos nadie les preguntó nunca,
entre otras muchas cosas, si querían estar cuatro horas parados al sol viendo
cómo sus compañeros se descomponían ante la mirada impasible de los
representantes del terror. Cuando se hable de lo que la sociedad civil hizo en
esos años, también habría que recordar el fenomenal julepe que los milicos se
llevaron aquel día de la cancha de River. De otra forma, estaremos cumpliendo
con la programación cultural de quienes no quieren que este sea un pueblo libre
y feliz: contarnos sólo la parte mala de la historia.
Carlos Semorile