lunes, 6 de agosto de 2012

El ensayo


 Siempre es problemático el tema de los legados, cómo se los transmite, la forma en que se los recibe, el modo en que en última instancia se los tramita. Respecto de nuestro paso por la secundaria, coincidente con el inicio y la continuidad de la Dictadura, esa herencia es lo suficientemente compleja como para admitir dos vertientes: la represiva, continua y permanente, y la rebelde, esporádica e inesperada, aún para sus ocasionales protagonistas.  


Hubo unos cuantos episodios perversos en aquel Vicente López opaco y monótono de los años dictatoriales. Uno de ellos fue el día en que, de sopetón, decidieron cambiarle el nombre al cole. Algún acuerdo entre bambalinas con el gobierno dominicano hizo que pasásemos a llamarnos “Juan Pablo Duarte y Diez”, a lo que no podíamos dejar de agregarle “fundador de la República Dominicana”, como para hacernos entender. El día de la imposición del nuevo nombre fue una jornada terrible. Tanto los invitados -las autoridades de la cancillería del país caribeño-, como los anfitriones -la militada vernácula-, se tomaron su tiempo para llegar al colegio, y también se tomaron otro tiempo considerable para cumplir con el puntilloso protocolo. Todo ese tiempo nos la pasamos en el patio, en estricta formación y bajo la atenta supervisión de profesoras, preceptores, personal de maestranza… e inclusive uniformados, que se paseaban entre nosotros con su castrense amor por las líneas rectas. Fueron horas de estar ahí parados sin comida ni bebida, y sin la más mínima chance de romper ni la monotonía de las filas, ni el abigarrado silencio. Y fue justamente ese silencio espeso el que iba a darles un marco sonoro a las caídas que se  fueron sucediendo cuando las compañeras y compañeros empezaron a desmayarse como muñecos de un teatro impiadoso. En la sala de profesores se improvisó una enfermería, y en el suelo del patio iban quedando sugestivos manchones rojos. Mientras la lipotimia hacía su trabajo, los que íbamos quedando dábamos un paso al frente y el rito, qué duda cabe, seguía con absoluta normalidad.

Hubo otra ceremonia a la que algunos tuvimos la dicha de asistir, aunque no estaba escrito que aquel fuera a ser un día memorable. En principio, porque ni sabíamos para qué se nos seleccionaba con tanto esmero. Un día se apareció la rectora en el aula y le pidió a la profesora de turno que señalara a los más responsables, a los mejores. Se ve que no eran tantos porque la rectora siguió buscando por su cuenta y riesgo. Traté de desaliñarme a los ojos de esta señora, pero algo me delató y fui seleccionado para el evento secreto. Tuvimos que dar números de documentos (como si no los conocieran) y llevar autorizaciones parentales: al fin y al cabo, se trataba de una actividad extracurricular de excepción. No recuerdo exactamente en qué momento nos enteramos que nos llevaban al estadio de River para un ensayo general de la apertura ultra gimnástica del Mundial. Pero sí me acuerdo que nos hicieron formar en las afueras junto a otros miles de chicas y chicos, y que esa fue la única vez que entré a una cancha de fútbol como si se tratase de un museo británico. Había excitación en el ambiente, como cada vez que hacíamos algo distinto de lo habitual, pero además el marco era magnífico: el Monumental colmado de bote a bote únicamente por jóvenes. Pese a que estábamos “rigurosamente vigilados” (como los famosos trenes checos), esa imagen era algo digno de verse.

Hicimos lo que nos pidieron: cantamos el Himno, aplaudimos como “claque” a las chicas y sus piruetas y, en resumidas cuentas, asistimos a una exhibición bastante más anodina y deslavada de la que luego veríamos por la tele. Todo podría haber seguido así de prolijito y aquietado, de no mediar la voz del locutor anunciando la simulada presencia de los popes de la Dictadura. Lo que siguió fue impensado y único: una formidable silbatina bajó de los cuatro costados del estadio hasta tapar cualquier otro sonido que no fuera el de nuestro rechazo más absoluto. Los silbidos se convirtieron en gritos y en seguida en abucheos, y esa fabulosa descarga sólo amainó por la fuerza de las amenazas que nos dirigieron los preceptores y profesores, amenazados a su vez por los soldados, suboficiales y oficiales que estaban apostados en las salidas de las tribunas. Pero no fue la sangre inyectada en los ojos de las bestias lo que nos hizo callar: el elemento decisivo para que consiguieran el silenciamiento fue que todos estábamos “marcados” de antemano. Y ése fue precisamente el latiguillo que debimos escuchar desde el apresurado cierre del ensayo hasta el regreso al colegio.

La anécdota prácticamente termina allí: las prometidas sanciones no llegaron nunca, acaso porque 24 amonestaciones para 60.000 pibes hubiera sido como levantar la perdiz del grado de repulsa social que cosechaba el régimen en pleno 1978 y a poco de la lavada de cara del Mundial. Como corolorio quisiera señalar que los que allí puteamos a Videla & compañía habíamos sido cuidadosamente escogidos como “lo mejor de cada casa”. Éramos, supuestamente, los virtuosos, los no problemáticos, los más aplicados alumnos de capital y el conurbano. No puedo hablar por mí –que los odié toda la vida–, pero a esas chicas y chicos nadie les preguntó nunca, entre otras muchas cosas, si querían estar cuatro horas parados al sol viendo cómo sus compañeros se descomponían ante la mirada impasible de los representantes del terror. Cuando se hable de lo que la sociedad civil hizo en esos años, también habría que recordar el fenomenal julepe que los milicos se llevaron aquel día de la cancha de River. De otra forma, estaremos cumpliendo con la programación cultural de quienes no quieren que este sea un pueblo libre y feliz: contarnos sólo la parte mala de la historia.

Carlos Semorile