Casi con un pie en el avión que
la llevaba de regreso a su Venezuela, Cecilia Todd se hizo un tiempito para
pasar por el Centro Cultural Francisco Paco Urondo de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA. Allí
brindó una charla sobre las influencias en la música folklórica
latinoamericana, y luego desgranó unas canciones para refrendar con ejemplos
musicales lo que antes había explicado de palabra. Hizo un par de ritmos harto
difíciles que son bien propios de distintos estados o provincias, y también
pasaron por su maravillosa voz el Polo margariteño y Pajarillo verde, dos de
sus más afamadas canciones. Luego, explicó que una de las cosas que más le
gustan de México son Las mañanitas porque son un modo propio de homenajear a
quien cumple años, y cantó una versión venezolana que no es justamente el
“happy birthday”.
Finalmente, y a pedido de una compatriota suya
presente en la sala, nos deleitó con la canción de cuna de los venezolanos. La
misma, explicó, sigue la melodía del Himno Nacional de Venezuela, y no se sabe
qué fue primero, si el himno o el arrullo para los niños. Cuando en su momento
Víctor Jara la escuchó, le gustó tanto que le sumó unos versos que terminan
diciendo: “Cuando seas grande/podré descansar/la voz de Bolívar/en ti vibrará”.
Cecilia agregó que afortunadamente a nadie se le ocurrió que los niños se
duerman escuchando un “rap”, pues de ese modo en vez de sueños tendrían
pesadillas.
Al decir esto, la Todd retomaba un tema sobre
el que ya había dicho lo suyo durante su exposición; a saber: qué música
escuchamos y bajo qué formas musicales se forman las nuevas generaciones de
latinoamericanos. Todos conocemos –y seguramente aplaudimos– el Sistema
Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, las que
originalmente fundara José Antonio Abreu y que hoy cuentan con Gustavo Dudamel
al frente de la
Orquesta Sinfónica Simón Bolívar. Las mismas han logrado la
inclusión social de millares de jóvenes, con dignidad y fluido acceso a la
cultura, pero Cecilia Todd razonablemente cuestionaba que estos niños
–principalmente de provincias y de barriadas humildes– conocen una música
eurocentrista pero desconocen la propia. Y el mismo fenómeno se repite a nivel
de los instrumentos: los jóvenes aprenden a tocar el violín pero nada saben del
cuatro, instrumento que está en el centro de los ritmos venezolanos, que es lo
mismo que decir en el corazón de la cultura popular de ese país hermano. A modo
de reparación, el gobierno venezolano ha declarado que este es el Año del
Cuatro, promoviéndose su conocimiento y difusión. Como aquí también sabemos de
ese tipo de movidas, nos preguntamos: ¿qué pasa cuando termina el Año del
Cuatro, o el Año de la
Milonga Surera, o el centenario de tal o cual referente
musical?
Nada pasa. O mejor dicho: pasa
que seguimos “visitando” nuestra cultura como si fuésemos una suerte de
turistas ocasionales en nuestra propia Patria, en vez de (como dice una amiga,
venezolana ella), “amar lo nuestro y convertirlo, de una vez y para siempre, en
estilo de vida, pero de una manera espontánea, enérgica y perseverante, que
dependa de nosotros mismos, porque lo sintamos como una indeleble marca en la
sangre”.
Carlos Semorile