Se los ve relajados a los dos. Son los finales de los
años ´60, y Carlos María y Juan Pablo descansan en el fondo de la casa de
Ezeiza. Puede que la foto haya sido tomada luego de un partidito de fútbol,
pues Carlos tiene pantalones cortos, zapatillas, remera y medias de deporte,
todo de blanco. Pablo, en cambio, lleva pantalón de sport, mocasines y remera
de manga corta, y está echado de espaldas sobre una lona, con los brazos
cruzados bajo la cabeza. Si se mira en detalle, se observa la malla de su
reloj. Muy cerquita suyo, Carlos María se acaricia el torso con la mano
izquierda, mientras con la palma de la mano derecha sostiene su cabeza. Ambos
miran algo que sucede más allá del foco: Juan Pablo ha girado la vista y Carlos
parece haber abierto apenas sus ojos. Se diría que, antes de mirar a los otros,
han estado conversando de ratos y por momentos en silencio, lo cual es una de
las formas menos frecuentes de la amistad, y acaso también de la filosofía. Presiento
la dicha que les provoca ese pensar juntos, arrimados a la ligustrina y a una
prudente distancia del resto. Es evidente que han buscado y conquistado ese
momento, y que luego de la momentánea distracción que capturó la fotografía,
rumbearon de nuevo hacia sus temas y siguieron intercambiando ideas. ¿Será por
la cualidad etérea del pensamiento que se los ve intemporales, o será porque
los dos se fueron demasiado pronto? No estando ellos, una forma tenaz de la
pena ocupó sus lugares durante mucho tiempo. Pero si se mira bien la imagen,
aquel fue un homenaje inadecuado. Juan Pablo y Carlos María supieron de la amistad,
del disfrute, del amor, de pasarla lindo, de la mesa bien servida y las
hermosas canciones. Una filosofía del buen vivir que debe ser honrada con gozo
y felicidad compartida. Si es al amparo de las ligustrinas, mejor.
Carlos Semorile