Juan Pablo lleva un libro debajo del
brazo. Siempre. Pero además los lee. Y los discute, no solamente con los otros -como
suele hacerse en bares y en casas- sino con los autores. Porque hace rato que
viene leyendo, y porque hace todavía más tiempo que no comulga, en ningún
terreno, con el cuento de la autoridad. Lee a los existencialistas -tan de boga
en aquellos años-, y en el colegio monta una obra vanguardista, pero asimismo
lee a los estructuralistas y a otros que, desde la psicología, revalorizan al
cuestionado Freud. Lee política, claro, y lee historia y sociología, y sigue
leyendo en los muchos colectivos y trenes en que viaja de un lado al otro
muchas horas por día. Pero también lee a Vargas Llosa, a Giovanni Papini, a Brecht,
a Rulfo. Y acaso haya leído a Scorza.
Al que leyó seguro fue a Borges. Que no
estaba bien visto debido a sus encandilamientos sajones y escandinavos, y a su
memorable encono con el peronismo. Por lo tanto, entre la militancia, leer a
Borges era un sacrilegio. Pero Pablo no compraba ninguno de los mandatos a la
moda, sin importar del tipo que fueran. Ni aún aquellos que vinieran de los
propios compañeros que condenaban a Borges sin haberlo leído nunca. Juan Pablo,
pienso, nunca entendió el compromiso como una serie de renunciamientos pavos a
los placeres de esta vida. Le encantaba Borges, como le gustaban la
inteligencia y el humor. Y celebro que nunca se haya privado de leerlo.
Carlos Semorile