lunes, 30 de septiembre de 2013

El sacrilegio de leer a Borges



Juan Pablo lleva un libro debajo del brazo. Siempre. Pero además los lee. Y los discute, no solamente con los otros -como suele hacerse en bares y en casas- sino con los autores. Porque hace rato que viene leyendo, y porque hace todavía más tiempo que no comulga, en ningún terreno, con el cuento de la autoridad. Lee a los existencialistas -tan de boga en aquellos años-, y en el colegio monta una obra vanguardista, pero asimismo lee a los estructuralistas y a otros que, desde la psicología, revalorizan al cuestionado Freud. Lee política, claro, y lee historia y sociología, y sigue leyendo en los muchos colectivos y trenes en que viaja de un lado al otro muchas horas por día. Pero también lee a Vargas Llosa, a Giovanni Papini, a Brecht, a Rulfo. Y acaso haya leído a Scorza. 

Al que leyó seguro fue a Borges. Que no estaba bien visto debido a sus encandilamientos sajones y escandinavos, y a su memorable encono con el peronismo. Por lo tanto, entre la militancia, leer a Borges era un sacrilegio. Pero Pablo no compraba ninguno de los mandatos a la moda, sin importar del tipo que fueran. Ni aún aquellos que vinieran de los propios compañeros que condenaban a Borges sin haberlo leído nunca. Juan Pablo, pienso, nunca entendió el compromiso como una serie de renunciamientos pavos a los placeres de esta vida. Le encantaba Borges, como le gustaban la inteligencia y el humor. Y celebro que nunca se haya privado de leerlo.

Carlos Semorile