Nos llega la noticia de la muerte de Santiago Feliú
y, al menos para los de mi generación, es como si se nos hubiese muerto un
hermano. Una muerte injusta, rastrera, con ganas de jodernos la vida llevándose
a un tipo sensible, creador de piezas bellas y memorables, con una hondura y
una mirada necesaria para el mundo.
Al menor de los Feliú lo adoramos desde sus primeras
visitas a Buenos Aires, cuando el amor por Milanés y Rodríguez estaba más que cimentado.
Pero Santiago era un par, era uno de nosotros encaramado a los escenarios con
su timidez, su guitarra y su armónica. Era el muchacho al que podías saludar a
la salida de un recital, y en una calle de San Telmo –mordiéndote los celos-
permitir que tu novia le diese un largo abrazo y, a la cubana, un par de besos.
Fue el tipo que una vez dejó el alma en un Teatro IFT
lleno de estudiantes barbudos, y muchachas fascinadas con su estampa. Ese día
salimos cantando un grupo de amigas y amigos, y cantando tropezamos con una
destartalada silla de mimbre que parecía salida de la canción de Silvio. Le
hicimos, pues, los honores del caso, y cantando la llevamos hasta “La
Verdulería”, donde inclusive nos retratamos con ella. Estábamos tan felices por
el concierto de Feliú, que decidimos que la silla quedara entre nosotros como
recuerdo de aquella noche de alegrías y canciones. Esa misma madrugada, beodos
y todo, la llevamos a la imprenta que nos daba de comer en esos años y la
instalamos en un rinconcito especial.
Hace rato que la silla-tótem se desmembró, y ya hace muchos
años que abandonamos el intento de saber quién es y de dónde salió una de las
muchachas que nos acompaña en la foto de “La Verdulería”. Todo ello es
accesorio. Lo único que importa es que al menos una noche en nuestras vidas supimos
ser contemporáneos de un joven trovador enamorado. Y que, mientras vivamos,
cantaremos sus canciones mientras evocamos su hermosa y ya eterna sonrisa.
Carlos Semorile