Sigisfredo Victoriano Venegas falleció el
fin de semana. Me enteré por los medios, como también ahí supe recién cómo se
llamaba.
Lo ubicaba, pues era un personaje
típicamente chileno del centro de Santiago. Vendía el diario La Segunda y
algunos juegos de azar en la esquina de la calle Huérfanos con Morandé. Lo
distinguía su manera particular de ejercer su oficio. Siempre usaba disfraces
llamativos. El más recurrente era un traje de reo del siglo pasado, a rayas
azules con blanco con el gorro correspondiente. Pero tenía muchos otros: el
frac con su banda presidencial, el as de pique, el oso panda, el Rambo con
pantalones de combate y todo. También por la prensa me enteré de que los
confeccionaba él mismo.
Hoy, en esa esquina en la cual uno lo
encontraba infaltablemente a la hora de almuerzo, cuando todos los oficinistas
salimos a hacer alguna diligencia, se hallaban dispuestos en los adoquines sus
trajes y algunos objetos personales. También ahí estaban la viuda y una de las
hijas. Numerosas
personas se detuvieron a dar el pésame, dejar flores e incluso monedas para
ayudar con los gastos del funeral. Y la frase más escuchada era: “lo echaremos
de menos”.
Pero lo más conmovedor de esto, más allá de
las sorprendentemente numerosas muestras de cariño, fue el gesto ciudadano. La
genuina conmoción de seres anónimos que perdieron a otro ser anónimo. Nadie
pidió un homenaje. Ni la municipalidad, ni los colegas, ni ninguna
organización. Fue un homenaje espontáneo. Un homenaje de la gente para alguien.
Pero un alguien que se había transformado en parte de nuestro patrimonio.
Sigisfredo era alegre y su familia desea
que con esa misma alegría se lo recuerde. Su partida fue lamentada entre todos
los transeúntes. Pero también debe recordarnos que no hemos sido totalmente
devorados por un monstruo urbano. Somos todavía capaces de dar reconocimiento a
la capacidad de sobrevivencia (no olvidemos que estamos hablando de alguien que
toda la vida vendió diarios en la calle) y aún podemos valorar el ingenio, la
creatividad y el humor como representativo de nuestra cultura, de nuestro
pueblo, en suma, de nosotros mismos y con ello también valorarnos nosotros
mismos.
No, esta ciudad no es gris, ni triste, ni
está muerta. La cordillera resplandece luego de un día de lluvia. Y como en
toda ciudad viva, las personas mueren. Y al morir, dejan ausencia. Una ausencia
que se nota porque el desapego no nos ha engullido del todo, porque todavía
sentimos y queremos sentir, porque en cierta medida, todavía somos y queremos
ser pueblo pequeño y porque, en el medio de la vorágine que significa salir a
las dos de la tarde a la calle Huérfanos, nos nace detenernos a dar un pésame a
la familia de un ser que conocimos, tal como hacen los
provincianos (la provincia, bendita sea, dicho sea de paso).
Valeria Matus