miércoles, 31 de diciembre de 2014

Del canto y del silencio



Mis tías y mi madre hicieron la primaria en el Colegio María Auxiliadora de Barracas, calle San Antonio 976. Cada una de ellas tuvo y tiene su propia imagen de lo que fueron aquellos años pupilas con las hermanas de la orden de Don Bosco. Aunque también hay recuerdos concordantes: la disciplina, una vida cotidiana encuadrada en horarios y actividades, la división de las niñas en “chiquitas, medianitas, medianas y grandes”. Al amanecer, unas campanadas y en seguida las monjas pasando por los dormitorios a la voz de “arriba los corazones”, que las niñas debían responder diciendo “ya los tenemos puestos en Dios”. El baño –pudoroso, con unos camisolines puestos–, de inmediato la misa, luego el desayuno con productos de la vecina fábrica Canale, las clases, el almuerzo con lectura incluida, después gimnasia, “labores”, horas de estudio en silencio y, al anochecer, el rezo final que incluía cada día algún responso. 

Un momento esperado era la hora de música. En la galería contigua a la iglesia, y con acompañamiento de armonio, el coro ensayaba bajo la amorosa dirección de Inés Simonetti. El repertorio era mayormente sacro, y entre las chicas cubrían todos los registros. Cantaban en latín la Misa de Réquiem, y sonaban tan bien que hasta fueron a escucharlas especialmente del Teatro Colón. Cuando los domingos recibían la visita de la familia, un joven Marucho Maestre se extasiaba con las voces de sus hermanas y, aún pasados muchos años, siguió disfrutando de los villancicos que entonaban para las Navidades. En cierta oportunidad ensayaban El Clarín del Yaguaraz, uno de los temas que Buenaventura Luna le dedicara a la gesta Sanmartiniana, y la hermana Inés insistía en que fueran más arriba en los agudos. Al finalizar, otra de las religiosas se acercó a Mónica y le dijo: “Esta canción es de tu papá”. 

Por sus travesuras, Mónica vivía sancionada: la sacaban de las clases y caminaba de ida y vuelta por la galería del piso superior. Allí la encontraba el padre Miguel Oliveri, y Moni aprovechaba para narrarle las injusticias contra ella cometidas. ¿Tanto lío por usar el pelo como bigote en la clase de bordado y hacer reír a las chicas? ¿Tanto escándalo por arrastrarse bajo las camas durante la noche y asustar a las compañeras tomándolas de las piernas? Él la absolvía siempre y si ella le manifestaba que se había quedado con hambre, Oliveri le decía: “Decile a la hermana Carmen que te dé un sándwich de lomito a las 11 de la mañana”. Moni se sentía protegida, y de algún modo lo era pues el resto de sus rebeldes amigas –las de su barra- ya habían sido expulsadas. Pero para las monjas, de la primera a la última, Mónica era “Napoleón”, pues la acusaban de preferir ser la cabeza de un ratón a la cola de un león. 

Betty no era traviesa, pero era “contestadora” y cuando veía alguna injusticia entraba en controversias. “Algo en los genes”, reflexiona hoy cuando recuerda la repetida orden de la Madre Superiora: “Baje la vista”. Pero no la bajaba y continuaba argumentando: “Yo no le falto el respeto, sólo le respondo”. La situación concluía, invariablemente, con el mote de “soberbia”, el mismo que también recibían Marta y Mónica. Salvo estos “encontrones”, el resto de los recuerdos de Betty son amables. Le gustaba ir a la campana que estaba en el límite entre los dos patios, y dar dos toques largos y uno corto. O cruzarse con la religiosa Anita, la hermana del famoso Lorenzo Maza, y decirle “ganó San Lorenzo” para alegrarle la jornada. O el día en que una amiguita se despedía del colegio y desgarrada en llanto le rogaba que se fuera con ella. En su formidable inocencia, Betty le decía: “No puedo, yo acá trabajo de pupila”.

 Sin quererlo, tal vez se refería a las labores, más precisamente a esos bordados en punto filtiré que las monjas exigían perfectos: “Si alguien se equivoca y pone el mantel al revés, no debe notarse la diferencia”. Trabajaban sobre buenos bastidores, y con los mejores materiales debían dibujar claveles con punto arenilla, y esos manteles y pañuelos con iniciales luego se vendían en la feria de Navidad. Otra exigencia era la de concurrir a misa aún en época de vacaciones, y regresar con el carnet firmado por el cura de la parroquia correspondiente. Las Maestre iban a La Redonda de Obligado y Juramento, y en el camino degustaban las melodías que se tocaban en los pianos de los viejos caserones de Belgrano. Fue uno de esos veranos que Yayi, un amigo del Marucho, se quedó prendado de Brígida, tanto que hubo noches en que fue a cantarle bajo su ventana del internado los versos del vals Un momento

 La rutina siempre igual del internado incluía la visita de mamá y los hermanos. Cada domingo, Olga Maestre tomaba el troley hasta Plaza Falucho, y ahí enganchaba el 12 que los dejaba a ella y a sus hijos menores –el Negro y Pablito– cerca del colegio. Con gran sacrificio de su parte (y salvo el día que el  bondi chocó y volcó), les llevaba dentrífico, jabones Lux, y comida y dulces ya preparados en porciones para cada una. Las chicas le retribuían destacándose en las materias. Olga se avergonzaba en la fiesta de fin de año cuando el apellido Maestre se repetía a cada rato porque las cuatro salían elegidas reinas en todas las disciplinas (y a “Napoleón” le dieron una corona de laureles). Y si las monjas se las llevaban a Uribelarrea, Marta le escribía: “En la cartita que recibí venían $3 con los que compré dulce de leche y algunas golosinas, pero aún me queda algo que creo que me bastará para el tiempo que nos queda”.

Las monjas eran rigurosas y, por ejemplo, había que reflexionar muy bien si una se había comportado lo bastante bien como para quitarle una espina al Sagrado Corazón de Jesús en su día. Y si bien no todo era monolítico y había religiosas más permisivas y bondadosas, la hermana Salvadora era bravísima y como Madre Superiora imponía la tónica. Tenía sus manías y, como también tenía su ideología, el 26 de julio de 1952 se saltó el habitual responso de difuntos. Fue entonces que Miguel Oliveri sacó los elementos necesarios de la sacristía y comenzó la misa diciendo: “Hoy ha muerto una gran mujer”. Salvadora, los brazos en jarra, se paró delante del cura pero no pudo impedir que éste hiciera una encendida alabanza de Eva Duarte. Este era el mismo padre Oliveri que siete meses antes le había escrito a Olga Maestre: “A todos, y en especial  a Usted, lleguen mis votos de prosperidad y cristiana alegría”.

Oliveri sabía que las chicas, todas ellas pero en especial las pupilas, estaban a resguardo del mundo exterior y sus complicados avatares. En sus sermones, solía insistir sobre este punto para que el encuentro con el afuera nos las tomara desprevenidas. Mi madre fue una de esas niñas que estaban como ajenas a todo. Brígida siempre conservó una zona de inocencia y de pureza, como cuando representaba a la Virgen o cuando cantaba las secretas plegarias del coro. O como si aún estuviese en la clase de bordado o en las lecturas del almuerzo, imbuida en el misticismo del silencio. Los rezos que aprendió de niña la acompañaron toda la vida, si bien se casó con un ateo militante y nunca nos inculcó ninguna creencia. Sus religiones fueron esas, el canto y el silencio. Pero también sumó, por aquello de la trinidad, el sortilegio de las palabras y los libros. Y como tuvo buenos dioses, cantó, escribió, y supo respetar el silencio.

Carlos Semorile

lunes, 15 de diciembre de 2014

Sobre la Musaranga

Acá la compañera Cándida López nos señala, por un lado, un imperdible programa dedicado a La Compañía nacional de autómatas La Musaranga ("El Refugio de la Cultura", ed. 28/05/2011) y, por otro, un texto o variación sobre un mismo tema  (para leer el texto pulse AQUÍ)


sábado, 13 de diciembre de 2014

En este lugar


En este lugar aprendí a leer, escribir, contar y amar al prójimo: todo lo que hace falta en la vida. Fue mi primera escuela, donde cursé parte de la enseñanza básica.

Creo que haber contado en otros textos la historia: en 1975, llegué a Francia desde Chile. No hablaba nada de francés. Por esa razón, decidieron colocarme en seguida en el jardín infantil. Los demás niños me conversaban y yo no entendía nada. Pero en la infancia uno se adapta rápidamente o así pareciera. Tal vez es sólo que las heridas se van a un lugar tan profundo que no molestan por un buen tiempo hasta que resurgen en terrenos insospechados y uno no comprende por qué duele ahí donde supuestamente está todo como debe ser.

El hecho es que al poco andar, esta alegre pequeña se transformó en una silenciosa, aplicada y muy tranquila alumna en la escuela de Montchapet de Dijon, Borgoña.  Creo que en el fondo mi existencia de por sí me generaba preocupación: mis abuelos se habían quedado lejos llorando nuestra ausencia, mi madre se hallaba viviendo un mal matrimonio en el cual además tenía que hacerse cargo de criar a una hija en un continente extraño, mi padre y sus fantasmas no superados lo volvieron un hombre alcohólico con violentos cambios de humor. Volverse un niño bullicioso e inquieto hubiera sido agregar una dificultad que la familia o lo que había de ella no hubiera resistido.

Entonces, en uno de esos pupitres, me dediqué a escuchar disciplinadamente al profesor (en esa época, sólo el profesor hablaba en clases) y a aprender desde el más profundo anonimato la gramática, la redacción, las ciencias naturales, la geometría. En álgebra nunca me fue muy bien y lo lamento siempre. Sería bello poder ver el mundo a través de las ecuaciones de la misma manera que puedo verlo a través de una novela, una pintura o una sonata. Pero quizás estoy pidiendo mucho y he logrado ya bastante. Porque como fuera, aún con mi ciclo adolescente igual de anónimo y silencioso, pero menos estudioso que el anterior; aún con ciertos periodos de vida adulta un tanto trastornados e incluso algunos totalmente desquiciados, esos años de formación primaria son los que me dieron los cimientos con los que pude construirme y reconstruirme después, una y otra vez. O al menos saber que esa posibilidad existía. Me entregaron esa capacidad de salir del paso razonando, de discernir entre lo que importa de lo que no importa, la lucidez para no quedarse en la oscuridad porque el mundo siempre tiene luz que ofrecer y usualmente esa luz la otorga alguien que tiende inesperada y desinteresadamente una mano en el minuto necesario, pero para que eso ocurra se debe tener suficiente claridad y gratitud con la vida para poder identificarla.

En Chile, se habla a diario de la educación de calidad, entre otras cosas. Un docente mexicano con el que me tocó conversar hace poco comentó que a él no le parecía eso de “calidad”. Primero porque “calidad” de por sí es un término industrial, que tiene que ver con productividad y procesos eficientes (obtengo lo más posible al menor costo posible). Y porque por calidad podemos entender muchas cosas. Que enseñen mucho cálculo y nada de solfeo, puede ser considerado calidad y no lo es forzosamente. O definitivamente no lo es.

La educación debe ser formadora, generadora de mentes analíticas, reflexivas, críticas, espíritus rigurosos con su propio desempeño y a la vez almas sensibles a su entorno. En suma, la educación debe ser salvadora, es el derecho a erradicar de sí mismo la condena, el abandono, el letargo, en suma, la ignorancia en toda su amplitud porque, como decía Louise Michel, la ignorancia es la calamidad de la humanidad.

Creo no equivocarme al decir que para todo ser humano, la escuela, la primera sala de clases, es un sello imborrable. Ese banco en el cual uno aprendió a escribir “mamá”, donde descubrió que dos más dos son cuatro y eso es una verdad, donde se conmovió por primera vez con un poema o se alegró con una canción, donde otro niño de otra familia, que no hablaba el mismo idioma pero que adivinó las lágrimas que se venían se acercó para prestar un pañuelo, es una metáfora del lugar que uno ocupará en su propia vida.

Y hoy, en esta era de tanta necesidad ficticia, de ambiciones virtuales, luego de haber sobrevivido a periodos de escasez y abundancia en todos los ámbitos (no en la misma proporción en todo los ámbitos, por cierto), más allá de lo que formalmente después se estudió o no se estudió, se aprendió o no se aprendió, ante cualquier vicisitud, respiro hondo, cierro los ojos y vuelvo a sentarme ahí, en mi primer pupitre, porque tengo la certeza que en ese lugar se encuentran las herramientas que permitirán continuar: leer, escribir, contar y amar al prójimo. Todo lo que hace falta.

Valeria Matus

domingo, 7 de diciembre de 2014

La nieta del peluquero armenio


 La niñita de la foto esta sentada en una sillita de su tamaño. Tiene una amplia vincha blanca sujetándole el pelo, zapatos negros con hebillas y las piernas cruzadas como una adulta. A sus pies, hay una muñeca de cerámica con un único bucle amarillo: no es de ella sino que ha sido y sigue siendo de su tía, pero le han puesto un vestido suyo. A un costado, en un aparador de madera y vidrio, están las diversas mercaderías que vendía su abuela Jatum, y al otro costado se ve uno de los sillones de peluquero de Dikrán, el abuelo. Atrás de la pequeña que entrecruza las piernitas, un mueble con algunos utensilios de barbero. Han pasado muchos años desde que Antonio, vecino y amigo de Jatum y Dikrán, tomara esta fotografía, y quedan muy poquitas cosas de aquella peluquería de Alvarado 1915. Sin embargo, la nieta del peluquero armenio mantiene todavía esa misma sonrisa de niña pícara, libre y feliz.

De vez en cuando, la nena acompañaba a Jatum cuando su abuela iba a hacer las compras para aprovisionar la mercería y el kiosco. Durante la semana, una señora le había preguntado si tenía, por ejemplo, cinta de diez centímetros de ancho coral; como no tenía, anotaba el “pedido” en una libretita. Luego, sus paisanos de la avenida Patricios le vendían no uno, sino cinco rollos de cinta coral y si la plata no le alcanzaba, no importaba: se lo apuntaban para cuando pudiera pagarlo. Y ya que estaba, Jatum se daba algún que otro gusto y volvía llena de deudas e ingenuidad a rendirle cuentas a su marido. Y cuando Dikrán se enteraba de los gastos, montaba en cólera diciendo frases llenas de interjecciones y consonantes, y al final largaba todo –clientes incluidos- y se mandaba a mudar enojadísimo. Mientras tanto, señalándose las orejas como una niña, la abuela Jatum decía: “A mí, me entra por acá y me sale por acá”.

“La peluquería –dice su nieta- siempre estaba llena de viejos del barrio, hablando en distintos idiomas como en una babel, y cada tanto algún vecino que pasaba por ahí se apoyaba en la puerta y se sumaba a la conversación. Dikrán no siempre se prendía, ni atendía con una sonrisa a los clientes del kiosquito de Jatum: a veces, me dejaba que me ocupara de esa parte del negocio porque yo daba bien el vuelto, pero la abuela no (la gente era mala con Jatum). Dikrán estaba más atento a su oficio, no le gustaba que le cambiaran las cosas de lugar, usaba una toalla en la que limpiaba su cuchilla de barbero, y me encantaba cuando en el gran espejo dibujaba flores con un vaporizador que echaba talco. Al mediodía, se preparaba una ensalada y un bifecito ancho que cocinaba en un calentadorcito que tenía ahí mismo en la peluquería. Y mientras comía, veía “Los tres chiflados” y se reía. Se reía mucho”.

“Yo lo cargaba porque su nombre sonaba como “Dirán”. Le decía: “Dirán lo que dirán… Qué dirán?”, pero Dikrán se limitaba a mirarme y me decía “Sandrita Chiquita”. Siempre estaba haciéndome una caricia, algún mimo con sus dedos rústicos. Recuerdo que me tocaba el pelo muy despacito con la uña. Los sábados al mediodía bajaban la cortina del local que alquilaban, y se iban con Jatum a su casita de Tristán Suárez. Apenas llegaban, Dikrán colgaba el saco y la corbata, se ponía sus ropas de trabajo y se zambullía en la huerta: con un hilito, un pedacito de alambre o un cachito de madera se las ingeniaba para estirar, corregir, enderezar. Al regreso, cargaban baldes repletos de ciruelas que regalaban a sus vecinos. Eran unas ciruelas amarillas, riquísimas. Sin embargo, el abuelo Dikrán siempre estaba enojado. Yo no sabía si estaba enojado conmigo, pero conmigo no era porque yo no había hecho nada”.

A Dikrán le sobraban motivos para tener rabia. Durante el Genocidio Armenio, su padre -en ese entonces, soldado- desapareció del mapa cuando cayó en manos de los turcos y sus socios alemanes, y sus dos hermanas menores cayeron víctimas del hambre y de las violaciones turcas. Con visas extendidas por el consulado francés del Líbano, sólo él y su madre llegaron a la Argentina. Aquí, Dikrán ejerció el oficio de peluquero de mujeres, hasta que sus manos de labriego se cansaron de hacer bucles y comenzó a cortar sólo el pelo de los caballeros. En esta tierra, gracias a una paisana amiga, conoció a la que sería su mujer, una jovencita que apenas salía de los juegos infantiles, y bajo este cielo nacieron sus dos hijas, a las que bautizó con los nombres de sus hermanas asesinadas. Y aquí nacieron sus nietos, como Sandrita Chiquita, quien solía estar libre, pícara y feliz en la casa de sus abuelos armenios.

Es verdad: en otra foto, la nieta y el abuelo están abrazados y sonríen a la cámara enfundados en unas pilchas que… mama mía!, dos linyeras felices. Porque a pesar del Genocidio, a pesar de los turcos y su orgía de sangre ajena, a pesar de las pérdidas y el destierro, aquí Dikrán volvió a reír. Y a disfrutar del pomelo Neuss, y de un postre que llevaba su nombre y que hacían con Mendicrim, pedacitos de banana y durazno, el almíbar de la lata de los duraznos, nueces trituradas y chocolate rallado encima. Vuelvo a mirar esta segunda foto en la que sostiene a su nieta con evidente orgullo. Hay bondad en sus ojos. Son de esas personas que uno hubiese querido conocer, pero no pudo ser ni será. Y le agradezco a mi buena estrella, Dikrán querido, que sean las amorosas manos de tu nieta las que me corten el pelo con la sabiduría que viaja en su sangre armenia y en los recuerdos atesorados en Alvarado 1915.

Carlos Semorile

viernes, 5 de diciembre de 2014

Del dolor y otros demonios

Miguelanxo Prado - "Trazo de tiza"

“Si sufro, qué tanta wueá, sufro no más. Total, siempre se pasa”, es la respuesta de la dibujante chilena Marcela Trujillo a una de sus alumnas sobre la experiencia en un grupo de terapia para adelgazar, al final de una larga y bellísima carta. Y es lo más lúcido e inteligente que he leído y escuchado sobre el dolor.

Esta referencia era con respecto al hecho que ella, para reprimir muchas emociones y evitar sufrir, se atiborraba de comida. Esto fue hasta que decidió pedir ayuda por el tema del sobrepeso. Y ahí descubrió un nuevo orden de las cosas: primero eran las heridas y luego la gordura y no al revés. El testimonio caló hondo en muchos lectores y recibió a través de las redes sociales aplausos, lágrimas, emoticones de admiración y todo lo demás imaginable de parte de seres humanos ansiosos porque alguien les confirmara que se puede y se debe hacer frente a este tan temido villano del siglo XXI: el dolor.

Un sabio sacerdote me dijo hace poco: “para poder estar alegre, hay que antes haber estado triste. Si no hay tristeza, pues no hay alegría. O los tienes a los dos o no tienes a ninguno”. En otra ocasión, otro sacerdote hizo alusión a la cantidad creciente  de libro de autoayuda que existe hoy en el mercado lo que demuestra la absoluta desesperación de las personas por alcanzar el gran héroe de este siglo: la armonía.

La verdad es que siempre tuve desconfianza en los libros de autoayuda. Hasta que una amiga a quien respeto y quiero mucho escribió uno. Lo leí, por supuesto. Por amistad, por curiosidad, pero también con interés y sinceridad. No puedo negar que me sirvieron varias recomendaciones de las que ahí aparecen. Cosas de sentido común tal vez, pero que una suele pasar por alto cuando se pone tonta. Bueno, yo me pongo muy tonta muy seguido. Admiré también la generosidad con la que compartió su experiencia. Al fin y al cabo, se dio el trabajo de transmitir su conocimiento en beneficio de alguien que necesitara esos consejos y eso no deja de parecerme loable. Personalmente, siento haber aprendido muchas cosas en mi vida y nunca me he sentado a darme el trabajo de comunicarlas porque simplemente se me ocurre que quien no buscó las repuestas, no es mi problema.

Sin embargo, la lectura me dejó una pregunta: ¿por qué esa búsqueda tan ávida de la “armonía”? Digo “armonía” en el sentido post-moderno de la palabra. Todos buscamos la felicidad y en eso estamos de todos de acuerdo: el sacerdote, mi amiga autora de textos de autoayuda, Marcela la dibujante. Yo también, desde luego. Aunque tal vez ninguno tenga muy claro cómo definirla o si pudiera definirla, le daría connotaciones diferentes: espiritual, emocional, intelectual y todas me parecen válidas. Pero con la armonía tengo serios problemas.

La armonía, así como lo muestra el mundo de hoy, es la conexión perfecta con el cosmos, un estado –espiritual, emocional, intelectual– en que no existen represiones internas, ni frustraciones, ni complejos, ni dolores. Es la realización absoluta en todos los planos. La ausencia de tristeza, por lo tanto también la ausencia de alegría (si le creo al sacerdote). Y no deja de sorprenderme cada día la cantidad de publicidad y propaganda (porque no puedo usar otra palabra) que existe en todos los medios masivos en la que se invierte para convencer a millones de personas de perseguir ese ideal. La armonía, como meta colectiva e individual, está en todas partes: en las fotos publicitarias, en las seriales de televisión y para qué decir en la cantidad de talleres que se dictan a diario para enseñar en diez, en treinta, en infinitas lecciones, cómo incorporarla a la vida. Y tal vez esto sucede porque la armonía no es sólo la ausencia de alegría, es la ausencia de pensamiento.

La atormentada Sylvia Plath escribió: “If I didn´t think, I´d be much happier” (si no pensara, sería mucho más feliz). Los sicólogos determinan que ella era desequilibrada y bipolar. Seguramente lo era, no seré yo quien niegue un diagnóstico médico. Pero Sylvia también pensaba mucho. O su desquiciamiento no hubiera creado la poesía que heredamos de ella. Sylvia se cuestionaba, se preguntaba: por qué su padre había muerto, por qué su marido no la amaba, o tal vez la amaba, o a veces la amaba y a veces también amaba a otra. En suma, se preguntaba por qué la vida es como es. A veces amada, a veces no amada, a veces ambas, a veces ninguna de las dos y a veces todo era sólo imaginación. Pero en suma, más allá de su locura, ella buscaba comprender. Porque incluso alguien bipolar y mentalmente enfermo, cuando tiene un mínimo de sensibilidad, quiere comprender sin importar cuán trágicas sean las respuestas.

No escribo esto para hacer una apología al dolor. Siempre he pensado que en la alegría y la plenitud hay mucho más riqueza que en la oscuridad de la pena. Pero también pienso que las personas no deben ser engañadas hacia un mundo que no es. El dolor, las complejidades, los desencuentros, son parte de lo que ocurre todos los días, igual que los malentendidos como los relata tan bien el autor de cómic, Miguelanxo Prado, maestro en retratar las desarmonías. Es más, con cierto sentido del humor, incluso algunas situaciones pueden ser tomadas como un aprendizaje mucho mayor que ese estado etéreo y absoluto en que todo está tan perfecto que no sucede nada.

Y finalmente, retomando lo que decía Marcela sobre las emociones inevitables: “no es tan terrible, no pasa nada. Sentir es todo lo que hay que aprender a hacer”. Luego se olvida y para eso sirve el paso del tiempo. Bueno, si yo fuera Dios, para eso lo habría inventado.

Valeria Matus