Mis tías
y mi madre hicieron la primaria en el Colegio María Auxiliadora de Barracas,
calle San Antonio 976. Cada una de ellas tuvo y tiene su propia imagen de lo
que fueron aquellos años pupilas con las hermanas de la orden de Don Bosco.
Aunque también hay recuerdos concordantes: la disciplina, una vida cotidiana
encuadrada en horarios y actividades, la división de las niñas en “chiquitas,
medianitas, medianas y grandes”. Al amanecer, unas campanadas y en seguida las
monjas pasando por los dormitorios a la voz de “arriba los corazones”, que las
niñas debían responder diciendo “ya los tenemos puestos en Dios”. El baño
–pudoroso, con unos camisolines puestos–, de inmediato la misa, luego el
desayuno con productos de la vecina fábrica Canale, las clases, el almuerzo con
lectura incluida, después gimnasia, “labores”, horas de estudio en silencio y,
al anochecer, el rezo final que incluía cada día algún responso.
Un
momento esperado era la hora de música. En la galería contigua a la iglesia, y
con acompañamiento de armonio, el coro ensayaba bajo la amorosa dirección de
Inés Simonetti. El repertorio era mayormente sacro, y entre las chicas cubrían
todos los registros. Cantaban en latín la Misa de Réquiem, y sonaban tan bien que hasta
fueron a escucharlas especialmente del Teatro Colón. Cuando los domingos
recibían la visita de la familia, un joven Marucho Maestre se extasiaba con las
voces de sus hermanas y, aún pasados muchos años, siguió disfrutando de los villancicos
que entonaban para las Navidades. En cierta oportunidad ensayaban El Clarín
del Yaguaraz, uno de los temas que Buenaventura Luna le dedicara a la gesta
Sanmartiniana, y la hermana Inés insistía en que fueran más arriba en los
agudos. Al finalizar, otra de las religiosas se acercó a Mónica y le dijo:
“Esta canción es de tu papá”.
Por sus
travesuras, Mónica vivía sancionada: la sacaban de las clases y caminaba de ida
y vuelta por la galería del piso superior. Allí la encontraba el padre Miguel
Oliveri, y Moni aprovechaba para narrarle las injusticias contra ella
cometidas. ¿Tanto lío por usar el pelo como bigote en la clase de bordado y
hacer reír a las chicas? ¿Tanto escándalo por arrastrarse bajo las camas
durante la noche y asustar a las compañeras tomándolas de las piernas? Él la
absolvía siempre y si ella le manifestaba que se había quedado con hambre,
Oliveri le decía: “Decile a la hermana Carmen que te dé un sándwich de lomito a
las 11 de la mañana”. Moni se sentía protegida, y de algún modo lo era pues el
resto de sus rebeldes amigas –las de su barra- ya habían sido expulsadas. Pero
para las monjas, de la primera a la última, Mónica era “Napoleón”, pues la
acusaban de preferir ser la cabeza de un ratón a la cola de un león.
Betty no
era traviesa, pero era “contestadora” y cuando veía alguna injusticia entraba
en controversias. “Algo en los genes”, reflexiona hoy cuando recuerda la
repetida orden de la
Madre Superiora: “Baje la vista”. Pero no la bajaba y
continuaba argumentando: “Yo no le falto el respeto, sólo le respondo”. La
situación concluía, invariablemente, con el mote de “soberbia”, el mismo que
también recibían Marta y Mónica. Salvo estos “encontrones”, el resto de los
recuerdos de Betty son amables. Le gustaba ir a la campana que estaba en el
límite entre los dos patios, y dar dos toques largos y uno corto. O cruzarse
con la religiosa Anita, la hermana del famoso Lorenzo Maza, y decirle “ganó San
Lorenzo” para alegrarle la jornada. O el día en que una amiguita se despedía
del colegio y desgarrada en llanto le rogaba que se fuera con ella. En su
formidable inocencia, Betty le decía: “No puedo, yo acá trabajo de pupila”.
Sin
quererlo, tal vez se refería a las labores, más precisamente a esos bordados en
punto filtiré que las monjas exigían perfectos: “Si alguien se equivoca y pone
el mantel al revés, no debe notarse la diferencia”. Trabajaban sobre buenos
bastidores, y con los mejores materiales debían dibujar claveles con punto
arenilla, y esos manteles y pañuelos con iniciales luego se vendían en la feria
de Navidad. Otra exigencia era la de concurrir a misa aún en época de
vacaciones, y regresar con el carnet firmado por el cura de la parroquia
correspondiente. Las Maestre iban a La Redonda de Obligado y Juramento, y en el camino
degustaban las melodías que se tocaban en los pianos de los viejos caserones de
Belgrano. Fue uno de esos veranos que Yayi, un amigo del Marucho, se quedó
prendado de Brígida, tanto que hubo noches en que fue a cantarle bajo su
ventana del internado los versos del vals Un momento.
La
rutina siempre igual del internado incluía la visita de mamá y los hermanos.
Cada domingo, Olga Maestre tomaba el troley hasta Plaza Falucho, y ahí
enganchaba el 12 que los dejaba a ella y a sus hijos menores –el Negro y
Pablito– cerca del colegio. Con gran sacrificio de su parte (y salvo el día que
el bondi chocó y volcó), les llevaba dentrífico, jabones Lux, y comida y
dulces ya preparados en porciones para cada una. Las chicas le retribuían
destacándose en las materias. Olga se avergonzaba en la fiesta de fin de año
cuando el apellido Maestre se repetía a cada rato porque las cuatro salían
elegidas reinas en todas las disciplinas (y a “Napoleón” le dieron una corona
de laureles). Y si las monjas se las llevaban a Uribelarrea, Marta le escribía:
“En la cartita que recibí venían $3 con los que compré dulce de leche y algunas
golosinas, pero aún me queda algo que creo que me bastará para el tiempo que
nos queda”.
Las
monjas eran rigurosas y, por ejemplo, había que reflexionar muy bien si una se
había comportado lo bastante bien como para quitarle una espina al Sagrado
Corazón de Jesús en su día. Y si bien no todo era monolítico y había religiosas
más permisivas y bondadosas, la hermana Salvadora era bravísima y como Madre
Superiora imponía la tónica. Tenía sus manías y, como también tenía su
ideología, el 26 de julio de 1952 se saltó el habitual responso de difuntos.
Fue entonces que Miguel Oliveri sacó los elementos necesarios de la sacristía y
comenzó la misa diciendo: “Hoy ha muerto una gran mujer”. Salvadora, los brazos
en jarra, se paró delante del cura pero no pudo impedir que éste hiciera una
encendida alabanza de Eva Duarte. Este era el mismo padre Oliveri que siete
meses antes le había escrito a Olga Maestre: “A todos, y en especial a
Usted, lleguen mis votos de prosperidad y cristiana alegría”.
Oliveri
sabía que las chicas, todas ellas pero en especial las pupilas, estaban a
resguardo del mundo exterior y sus complicados avatares. En sus sermones, solía
insistir sobre este punto para que el encuentro con el afuera nos las tomara
desprevenidas. Mi madre fue una de esas niñas que estaban como ajenas a todo.
Brígida siempre conservó una zona de inocencia y de pureza, como cuando
representaba a la Virgen
o cuando cantaba las secretas plegarias del coro. O como si aún estuviese en la
clase de bordado o en las lecturas del almuerzo, imbuida en el misticismo del
silencio. Los rezos que aprendió de niña la acompañaron toda la vida, si bien
se casó con un ateo militante y nunca nos inculcó ninguna creencia. Sus
religiones fueron esas, el canto y el silencio. Pero también sumó, por aquello
de la trinidad, el sortilegio de las palabras y los libros. Y como tuvo buenos
dioses, cantó, escribió, y supo respetar el silencio.
Carlos Semorile