La niñita de la foto esta sentada en una sillita de
su tamaño. Tiene una amplia vincha blanca sujetándole el pelo, zapatos negros con
hebillas y las piernas cruzadas como una adulta. A sus pies, hay una muñeca de
cerámica con un único bucle amarillo: no es de ella sino que ha sido y sigue
siendo de su tía, pero le han puesto un vestido suyo. A un costado, en un
aparador de madera y vidrio, están las diversas mercaderías que vendía su
abuela Jatum, y al otro costado se ve uno de los sillones de peluquero de Dikrán,
el abuelo. Atrás de la pequeña que entrecruza las piernitas, un mueble con
algunos utensilios de barbero. Han pasado muchos años desde que Antonio, vecino
y amigo de Jatum y Dikrán, tomara esta fotografía, y quedan muy poquitas cosas
de aquella peluquería de Alvarado 1915. Sin embargo, la nieta del peluquero
armenio mantiene todavía esa misma sonrisa de niña pícara, libre y feliz.
De vez en cuando, la nena acompañaba a Jatum cuando
su abuela iba a hacer las compras para aprovisionar la mercería y el kiosco. Durante
la semana, una señora le había preguntado si tenía, por ejemplo, cinta de diez
centímetros de ancho coral; como no tenía, anotaba el “pedido” en una
libretita. Luego, sus paisanos de la avenida Patricios le vendían no uno, sino
cinco rollos de cinta coral y si la plata no le alcanzaba, no importaba: se lo
apuntaban para cuando pudiera pagarlo. Y ya que estaba, Jatum se daba algún que
otro gusto y volvía llena de deudas e ingenuidad a rendirle cuentas a su marido.
Y cuando Dikrán se enteraba de los gastos, montaba en cólera diciendo frases
llenas de interjecciones y consonantes, y al final largaba todo –clientes
incluidos- y se mandaba a mudar enojadísimo. Mientras tanto, señalándose las
orejas como una niña, la abuela Jatum decía: “A mí, me entra por acá y me sale
por acá”.
“La peluquería –dice su nieta- siempre estaba llena
de viejos del barrio, hablando en distintos idiomas como en una babel, y cada
tanto algún vecino que pasaba por ahí se apoyaba en la puerta y se sumaba a la
conversación. Dikrán no siempre se prendía, ni atendía con una sonrisa a los
clientes del kiosquito de Jatum: a veces, me dejaba que me ocupara de esa parte
del negocio porque yo daba bien el vuelto, pero la abuela no (la gente era mala
con Jatum). Dikrán estaba más atento a su oficio, no le gustaba que le
cambiaran las cosas de lugar, usaba una toalla en la que limpiaba su cuchilla
de barbero, y me encantaba cuando en el gran espejo dibujaba flores con un
vaporizador que echaba talco. Al mediodía, se preparaba una ensalada y un
bifecito ancho que cocinaba en un calentadorcito que tenía ahí mismo en la
peluquería. Y mientras comía, veía “Los tres chiflados” y se reía. Se reía
mucho”.
“Yo lo cargaba porque su nombre sonaba como “Dirán”.
Le decía: “Dirán lo que dirán… Qué dirán?”, pero Dikrán se limitaba a mirarme y
me decía “Sandrita Chiquita”. Siempre estaba haciéndome una caricia, algún mimo
con sus dedos rústicos. Recuerdo que me tocaba el pelo muy despacito con la uña.
Los sábados al mediodía bajaban la cortina del local que alquilaban, y se iban
con Jatum a su casita de Tristán Suárez. Apenas llegaban, Dikrán colgaba el
saco y la corbata, se ponía sus ropas de trabajo y se zambullía en la huerta:
con un hilito, un pedacito de alambre o un cachito de madera se las ingeniaba
para estirar, corregir, enderezar. Al regreso, cargaban baldes repletos de
ciruelas que regalaban a sus vecinos. Eran unas ciruelas amarillas, riquísimas.
Sin embargo, el abuelo Dikrán siempre estaba enojado. Yo no sabía si estaba
enojado conmigo, pero conmigo no era porque yo no había hecho nada”.
A Dikrán le sobraban motivos para tener rabia.
Durante el Genocidio Armenio, su padre -en ese entonces, soldado- desapareció
del mapa cuando cayó en manos de los turcos y sus socios alemanes, y sus dos
hermanas menores cayeron víctimas del hambre y de las violaciones turcas. Con
visas extendidas por el consulado francés del Líbano, sólo él y su madre
llegaron a la Argentina. Aquí, Dikrán ejerció el oficio de peluquero de mujeres,
hasta que sus manos de labriego se cansaron de hacer bucles y comenzó a cortar
sólo el pelo de los caballeros. En esta tierra, gracias a una paisana amiga,
conoció a la que sería su mujer, una jovencita que apenas salía de los juegos
infantiles, y bajo este cielo nacieron sus dos hijas, a las que bautizó con los
nombres de sus hermanas asesinadas. Y aquí nacieron sus nietos, como Sandrita
Chiquita, quien solía estar libre, pícara y feliz en la casa de sus abuelos
armenios.
Es verdad: en otra foto, la nieta y el abuelo están
abrazados y sonríen a la cámara enfundados en unas pilchas que… mama mía!, dos
linyeras felices. Porque a pesar del Genocidio, a pesar de los turcos y su
orgía de sangre ajena, a pesar de las pérdidas y el destierro, aquí Dikrán
volvió a reír. Y a disfrutar del pomelo Neuss, y de un postre que llevaba su
nombre y que hacían con Mendicrim, pedacitos de banana y durazno, el almíbar de
la lata de los duraznos, nueces trituradas y chocolate rallado encima. Vuelvo a
mirar esta segunda foto en la que sostiene a su nieta con evidente orgullo. Hay
bondad en sus ojos. Son de esas personas que uno hubiese querido conocer, pero
no pudo ser ni será. Y le agradezco a mi buena estrella, Dikrán querido, que
sean las amorosas manos de tu nieta las que me corten el pelo con la sabiduría
que viaja en su sangre armenia y en los recuerdos atesorados en Alvarado 1915.
Carlos Semorile