En este lugar aprendí a leer,
escribir, contar y amar al prójimo: todo lo que hace falta en la vida. Fue mi
primera escuela, donde cursé parte de la enseñanza básica.
Creo que haber contado en otros
textos la historia: en 1975, llegué a Francia desde Chile. No hablaba nada de
francés. Por esa razón, decidieron colocarme en seguida en el jardín infantil.
Los demás niños me conversaban y yo no entendía nada. Pero en la infancia uno
se adapta rápidamente o así pareciera. Tal vez es sólo que las heridas se van a
un lugar tan profundo que no molestan por un buen tiempo hasta que resurgen en
terrenos insospechados y uno no comprende por qué duele ahí donde supuestamente
está todo como debe ser.
El hecho es que al poco andar,
esta alegre pequeña se transformó en una silenciosa, aplicada y muy tranquila
alumna en la escuela de Montchapet de Dijon, Borgoña. Creo que en el fondo mi existencia de por sí
me generaba preocupación: mis abuelos se habían quedado lejos llorando nuestra
ausencia, mi madre se hallaba viviendo un mal matrimonio en el cual además
tenía que hacerse cargo de criar a una hija en un continente extraño, mi padre
y sus fantasmas no superados lo volvieron un hombre alcohólico con violentos
cambios de humor. Volverse un niño bullicioso e inquieto hubiera sido agregar
una dificultad que la familia o lo que había de ella no hubiera resistido.
Entonces, en uno de esos
pupitres, me dediqué a escuchar disciplinadamente al profesor (en esa época,
sólo el profesor hablaba en clases) y a aprender desde el más profundo
anonimato la gramática, la redacción, las ciencias naturales, la geometría. En
álgebra nunca me fue muy bien y lo lamento siempre. Sería bello poder ver el
mundo a través de las ecuaciones de la misma manera que puedo verlo a través de
una novela, una pintura o una sonata. Pero quizás estoy pidiendo mucho y he
logrado ya bastante. Porque como fuera, aún con mi ciclo adolescente igual de
anónimo y silencioso, pero menos estudioso que el anterior; aún con ciertos
periodos de vida adulta un tanto trastornados e incluso algunos totalmente
desquiciados, esos años de formación primaria son los que me dieron los
cimientos con los que pude construirme y reconstruirme después, una y otra vez.
O al menos saber que esa posibilidad existía. Me entregaron esa capacidad de
salir del paso razonando, de discernir entre lo que importa de lo que no
importa, la lucidez para no quedarse en la oscuridad porque el mundo siempre tiene
luz que ofrecer y usualmente esa luz la otorga alguien que tiende inesperada y
desinteresadamente una mano en el minuto necesario, pero para que eso ocurra se
debe tener suficiente claridad y gratitud con la vida para poder identificarla.
En Chile, se habla a diario de la
educación de calidad, entre otras cosas. Un docente mexicano con el que me tocó
conversar hace poco comentó que a él no le parecía eso de “calidad”. Primero
porque “calidad” de por sí es un término industrial, que tiene que ver con productividad
y procesos eficientes (obtengo lo más posible al menor costo posible). Y porque
por calidad podemos entender muchas cosas. Que enseñen mucho cálculo y nada de
solfeo, puede ser considerado calidad y no lo es forzosamente. O
definitivamente no lo es.
La educación debe ser formadora,
generadora de mentes analíticas, reflexivas, críticas, espíritus rigurosos con
su propio desempeño y a la vez almas sensibles a su entorno. En suma, la
educación debe ser salvadora, es el derecho a erradicar de sí mismo la condena,
el abandono, el letargo, en suma, la ignorancia en toda su amplitud porque,
como decía Louise Michel, la ignorancia es la calamidad de la humanidad.
Creo no equivocarme al decir que
para todo ser humano, la escuela, la primera sala de clases, es un sello
imborrable. Ese banco en el cual uno aprendió a escribir “mamá”, donde
descubrió que dos más dos son cuatro y eso es una verdad, donde se conmovió por
primera vez con un poema o se alegró con una canción, donde otro niño de otra
familia, que no hablaba el mismo idioma pero que adivinó las lágrimas que se
venían se acercó para prestar un pañuelo, es una metáfora del lugar que uno
ocupará en su propia vida.
Y hoy, en esta era de tanta
necesidad ficticia, de ambiciones virtuales, luego de haber sobrevivido a
periodos de escasez y abundancia en todos los ámbitos (no en la misma
proporción en todo los ámbitos, por cierto), más allá de lo que formalmente
después se estudió o no se estudió, se aprendió o no se aprendió, ante
cualquier vicisitud, respiro hondo, cierro los ojos y vuelvo a sentarme ahí, en
mi primer pupitre, porque tengo la certeza que en ese lugar se encuentran las
herramientas que permitirán continuar: leer, escribir, contar y amar al
prójimo. Todo lo que hace falta.
Valeria Matus