Incluso la
rockera, algo punk e irreverente Patti Smith reconoce en su biografía que “Mujercitas”
fue uno de los libros que marcó su juventud cuando se hallaba en ese arduo
camino adolescente de buscar la identidad propia. ¿Cómo es que una obra de esta
índole se ha vuelto tan universal? Es el
tipo de literatura que pareciera exclusivamente dirigida a chicas románticas y
soñadoras. No a muchachas rebeldes con inquietudes desobedientes. ¿Y por qué
“Mujercitas”? Louisa May Alcott escribió muchos otras obras maravillosas, con
su nombre y también con seudónimo. Es que “Mujercitas” tiene una diferencia,
una particularidad con nombre y apellido: Jo March.
¿Por qué Jo?¿Y
las otras tres? Beth representa el personaje que nadie quiere ser: la persona
débil, que no soportará los desafíos del mundo y por eso se presiente desde el
principio que no hay posibilidad alguna que llegue al final de la historia. Meg
debiera haber sido el ideal de mujer: bella, amable, es la que se casa por
amor, la que sacrifica su tentación materialista por un señor Brooks, tímido,
pobre, pero con un decoro insuperable. Amy, bueno, Amy era insoportable.
Caprichosa, vanidosa. Demasiado concreta para ser un ídolo. También es la más
pragmática y la que toma las mejores decisiones. Pero claro, tomar las buenas
decisiones no es un tema que importe mucho a la edad que se lee esta novela y quizás
por esa razón una no simpatiza especialmente con Amy.
Josephine March
tiene un nombre muy femenino, pero un diminutivo masculino: Jo. Si uno no
supiera de qué está hablando, creería que se trata de un vaquero. Jo es más
moderna que sus hermanas. Está ajena a las frivolidades y no le interesa si
tiene o no tiene un lindo vestido para ir a la fiesta. No quiere casarse. De
hecho, ni siquiera quiere enamorarse. Quiere escribir. ¿Cómo no amarla? Por su
carácter explosivo, se pierde uno de sus sueños: recorrer Europa. Y por no
renunciar a sus anhelos de descubrimiento, resiste tonta y tenazmente a Laurie.
¿Cómo no sentir empatía con ella? Es la chiquilla torpe y sensible que la
madurez transforma en una mujer tierna y loable cuyas humanas equivocaciones no
dejan heridas irreparables.
Jo es el final
feliz del cuento que todas esperábamos desde nuestra infancia cuando entonces
la tragedia terminaba con la doncella rescatada por el príncipe. Con la
salvedad que, en el fondo, siempre supimos que el príncipe era un personaje
imaginario, como las hadas, como los duendes. Un hombre que no existe en un
mundo que no existe, por lo tanto, vivir sin él tiene la misma importancia que
saber de pronto que no hay Viejo Pascuero. Pero Jo sí era un sueño realizable.
Y hoy, a más de
dos siglos de generaciones de lectoras, me pregunto ¿cuánto de Jo alcanzamos a
ser finalmente? ¿Cuánto descubrimos? ¿Renunciamos? ¿Resistimos? ¿Cuán tenazmente?
¿Cuán tontamente? Los sacrificios, las penurias, la muerte, la desilusión, nos
dejaron en un desaliento que no teníamos previsto en nuestra propia trama. No
consideramos que resistir a los golpes podía dejar la sensibilidad rota. Y
terminamos cometiendo casi todos los errores de Jo, pero ninguno de sus
aciertos.
¿Qué nos pasó?
No fue falta de coraje. Tampoco de resiliencia. Pero hay cosas que comprendimos
a la inversa. Como que muchas de nuestras luchas
actuales, la soledad, la ambición
personal, también podían ser una forma de pasividad. Como que la dependencia y
el apego no nos hacían más vulnerables. Y la solidaridad no era sólo ese
sentimiento universal de amor impersonal a la humanidad como si fuera un ente:
era algo que tenía que ver con la amabilidad diaria, con las atenciones
pequeñas, pero cariñosas. La consideración al otro y la demostración de afecto
al que está al lado, en el puesto de al lado, la mesa de al lado, la cama de al
lado.
Y nuestras vidas
terminaron siendo como el revés de un tejido: una malla perfectamente lograda;
pero cuyo dibujo resultó sin ningún sentido, porque nos faltó dar vuelta la
prenda para poder apreciar el resultado final y la hermosura que ese trabajo,
hilado con esos puntos que tan bien supimos contar, era capaz de revelar si tan
solo se miraba al derecho.
Valeria Matus