Es mentira. Lo de una sola,
digo. De arranque nomás, tuve tres. Y después vinieron otras, como si las
hubiesen sembrado para que me las fuera encontrando a lo largo del camino. Y
con todas terminé de amigo, de cuatazo y confidente, de compartir secretos y
ayudarnos fuerte en la vida y sus cuestiones. Una de ellas -la más loca de
todas, la más sensata también-, me contó hoy una escena digna de la abuela
Carlota. En rigor, la bisabuela Carlota, una rosarina emigrada a San Juan que
supo tener el carácter de una yunta de carreros y que merece una crónica aparte.
Digamos que era capaz de esconder entre sus polleras al gringo C. para que
zafase de una emboscada de los conservadores, o decirle al comisario que no
tenía ni idea de dónde le aparecieron esos volantes por los que se la llevaron
detenida. “Ah, sí –agregaba fingiendo demencia-: me llovieron del cielo”. Y
andá a desmentirla!
Las escenas de Moni son
dos, concatenadas, y también tienen volantes, matones, policías y hasta un
negro senegalés. Andaba haciendo trámites por el centro, y en Florida y
Diagonal se topó con las mesas de campaña. Se apiadó del compañero del Frente
que repartía boletas en la más absoluta soledad, y como le quedaba un pucho de
tiempo se ofreció a repartirlas con él, intercambiando pronósticos y
esperanzas. Luego, feliz por su “militancia al paso”, llegó hasta la esquina de
Corrientes y Florida, donde le llamó la atención un tumulto cerca de la boca
del subte. Allí, tres robustos vendedores ambulantes estaban por cobrarse su
libra de carne africana porque el morocho les había “robado” la parada. La
discusión iba subiendo de tono pero nadie intervenía, hasta que uno de ellos le
dijo “negro de mierda” al senegalés y ahí Moni se convirtió, una vez más, en el
vivo retrato de la abuela Carlota.
“¿A quién le decís negro de
mierda? ¿Y vos quién sos para hablarle así?” Siguió gritando mucho, hablando de
que era una guerra de pobres contra pobres (el lenguaráz resultó ser “argentino
naturalizado”), y argumentando en base a las fuentes más heteróclitas y
bizarras con tal de ir concitando apoyos y ganando tiempo. Para cuando llegó la
cana, el público estaba del lado del mulato, que además tenía los papeles en
regla mientras que el ofensor no tenía ni la cédula. Habrá quien saque conclusiones
sociológicas de lo que sucede en unas pocas cuadras de esta gran urbe donde
algunos ofrecen seguridad y otros pelean cuerpo a cuerpo el breve espacio donde
ofertar sus baratijas de ocasión. Pero, en el día de las madres, me inclino más
bien a pensar en esta capacidad de dar cobijo, en que no hay hijo fiero pa´ la
madre, y de ciertas ocurrencias que viajan en la sangre hasta que una
injusticia las despierta.
Carlos Semorile