domingo, 18 de octubre de 2015

Una de mis madres



Es mentira. Lo de una sola, digo. De arranque nomás, tuve tres. Y después vinieron otras, como si las hubiesen sembrado para que me las fuera encontrando a lo largo del camino. Y con todas terminé de amigo, de cuatazo y confidente, de compartir secretos y ayudarnos fuerte en la vida y sus cuestiones. Una de ellas -la más loca de todas, la más sensata también-, me contó hoy una escena digna de la abuela Carlota. En rigor, la bisabuela Carlota, una rosarina emigrada a San Juan que supo tener el carácter de una yunta de carreros y que merece una crónica aparte. Digamos que era capaz de esconder entre sus polleras al gringo C. para que zafase de una emboscada de los conservadores, o decirle al comisario que no tenía ni idea de dónde le aparecieron esos volantes por los que se la llevaron detenida. “Ah, sí –agregaba fingiendo demencia-: me llovieron del cielo”. Y andá a desmentirla!

Las escenas de Moni son dos, concatenadas, y también tienen volantes, matones, policías y hasta un negro senegalés. Andaba haciendo trámites por el centro, y en Florida y Diagonal se topó con las mesas de campaña. Se apiadó del compañero del Frente que repartía boletas en la más absoluta soledad, y como le quedaba un pucho de tiempo se ofreció a repartirlas con él, intercambiando pronósticos y esperanzas. Luego, feliz por su “militancia al paso”, llegó hasta la esquina de Corrientes y Florida, donde le llamó la atención un tumulto cerca de la boca del subte. Allí, tres robustos vendedores ambulantes estaban por cobrarse su libra de carne africana porque el morocho les había “robado” la parada. La discusión iba subiendo de tono pero nadie intervenía, hasta que uno de ellos le dijo “negro de mierda” al senegalés y ahí Moni se convirtió, una vez más, en el vivo retrato de la abuela Carlota.

“¿A quién le decís negro de mierda? ¿Y vos quién sos para hablarle así?” Siguió gritando mucho, hablando de que era una guerra de pobres contra pobres (el lenguaráz resultó ser “argentino naturalizado”), y argumentando en base a las fuentes más heteróclitas y bizarras con tal de ir concitando apoyos y ganando tiempo. Para cuando llegó la cana, el público estaba del lado del mulato, que además tenía los papeles en regla mientras que el ofensor no tenía ni la cédula. Habrá quien saque conclusiones sociológicas de lo que sucede en unas pocas cuadras de esta gran urbe donde algunos ofrecen seguridad y otros pelean cuerpo a cuerpo el breve espacio donde ofertar sus baratijas de ocasión. Pero, en el día de las madres, me inclino más bien a pensar en esta capacidad de dar cobijo, en que no hay hijo fiero pa´ la madre, y de ciertas ocurrencias que viajan en la sangre hasta que una injusticia las despierta.

Carlos Semorile

Los sonidos

Hace poco leí una declaración impactante: "La biblioteca ya no es un lugar muerto y silencioso". No es que crea que esté mal renovar estos espacios públicos y agregarles actividades de charlas, cuentacuentos y muchas otras entretenciones compartidas que motiven al amor por los libros - aunque sí estoy convencida que por más novedades que se creen, es necesario mantener algún lugar donde nada perturbe la lectura propia y ajena.

Pero hay dos elementos que me parecieron terroríficos con respecto a este anuncio. El primero es presentar el silencio y la muerte como sinónimos. El silencio puede estar lleno de vida. Por ejemplo una sala donde lo único que se escucha son las hojas que dan vuelta, llevándolo a uno en cada nueva página a mundos ficticios. Como muerto puede ser un parque donde una animación estridente por alto parlante no deje oír el movimiento de las ramas. Y lo segundo es que esta declaración se enmarca en una iniciativa de atraer al público. Y para invitar a las personas, hay que ofrecer instancias “vivas” y eso quiere decir no silenciosas porque el silencio pareciera ser insoportable para el ciudadano del siglo XXI.

Los ejemplos de cómo el ruido ha ido invadiendo nuestra vida cotidiana son infinitos: los avisos comerciales en las salas de espera, en las estaciones del metro; el compañero de oficina que se pone a ver videos -sin audífonos- en el escritorio de al lado; la música ambiental en los centros comerciales. La relación actual con la música es especialmente particular. Cuando era adolescente, me sentaba a escuchar  música. Literalmente. Me instalaba en el sofá y escuchaba. Incluso en más de alguna ocasión leía al mismo tiempo el libreto que venía con el LP. Así aprendí de memoria sin proponérmelo la ópera Don Giovanni aunque aún no sé hablar italiano. Nunca se me hubiera ocurrido poner música para hacer el aseo y asesinar con ello la mitad de una canción con la aspiradora. Quizás podría escuchar música cocinando, porque es una actividad que tiene una dimensión creativa distinta. Pero hoy en día, la costumbre indica que se coloca música -o lo que sea que se llame hoy “música” y ahí se deja. Es un hábito como lavarse los dientes. Después, se puede hacer cualquier cosa. Incluso mandarse a cambiar a otra pieza y dejar las notas solas entreteniendo las paredes o peor aun imponiéndoselas al vecino.

Y así llegamos a un mundo donde el deleite de una película es interrumpido por una bolsa con palomitas de maíz. Pareciera que los sonidos originales de la vida cotidiana generan una suerte de aburrimiento o incluso angustia. Hay que taparlos, anularlos. Como si fueran el resurgimiento de una era en que no éramos modernos, que no teníamos tanta superioridad tecnológica y nadie quiere recordar esos tiempos desventajados.

Últimamente, estoy enfrascada siguiendo telenovelas españolas ambientadas en otra época. Y descubrí sonidos que se me habían olvidado: el crujir del piso, de la puerta del armario, el ring del teléfono, el correr de una cortina. Y me parece increíble haber llegado a tal punto que escuchar el interruptor de la luz eléctrica sea grato al oído. Pero más asombroso me parece que para tener silencio hoy sea necesario encender el televisor. Antaño, ese aparato era la perturbación a la tranquilidad. Y hoy, en que cada hogar está invadido por una verdadera demencia sonora, la alternativa para un momento de descanso sea prender la televisión (aunque ya no haga clic) y colocar un folletín retro porque ahí todavía los árboles dejan ver el bosque. 

Valeria Matus

viernes, 16 de octubre de 2015

La ternura






Estaba en mi último año de liceo, cuando leí “La base” de Luis Enrique Délano en una edición cuya portada tenía una fotografía de una mujer alzando el puño en medio de una manifestación. Me encantó esa novela que contaba distintas facetas de la vida de jóvenes comunistas en los años 50 en Chile a través de un chico y una muchacha que, de paso, se enamoran. Y también me fascinaba la fotografía de la portada. Incluso la utilicé para una tarea en clases de francés donde se pedía escribir un ensayo inspirado en alguna imagen o documento visual. Elegí ésa porque me transmitía entonces mucho sentido de humanidad. 

Luego, diversas lecturas nuevas que aliviaron varias expectativas frustradas me hicieron olvidarla. Hasta que el mes pasado, en una exposición de fotografías sobre la dictadura, en una vitrina, ahí la reencontré exhibida. Tuve un minuto de total impacto. Fue como volver a los 17. ¡Cómo se me había podido borrar por completo de la memoria por más de dos décadas ese rostro que tanta ilusión me había generado en mi juventud! Muchas veces me había preguntado quién habría sido el fotógrafo, dónde la habría tomado. Y ahí, 25 años después, me encontraba frente a una respuesta que había dado hacía mucho por perdida. 

En alguna novela cuyo título no podría especificar, Milan Kundera (leí todas sus obras de corrido el año 94 de modo que a estas alturas se me confunden) narraba la historia de una viuda que llora por años a su finado marido. Un día descubre que éste le había sido siempre infiel. Que ese hombre que ella había creído su razón de ser en realidad sólo había significado tiempo perdido y deja abruptamente su luto. Kundera sostiene a través de este relato, que la creencia de que no se puede cambiar el pasado, por lo tanto, uno sólo debiera enfocarse en el futuro es errónea. El pasado no es ni estático ni inamovible. Puede modificarse y mucho. Pasado y futuro quedan entonces sujeto a los mismos determinantes. 

Dicen que las heridas de la infancia quedan para siempre en algún lugar de nuestro ser. Y así, de cuando en cuando sangran, duelen. También aterran y paralizan. También destruyen. Pero los instantes vividos de felicidad y fortaleza pasadas dejan de la misma manera un cimiento inquebrantable si no nos limitamos a mirarnos a nosotros mismos sólo cuando estamos acongojados y queremos una explicación a nuestra melancolía, sino que nos permitimos reconstruirnos sobre la ternura recuperada.

Valeria Matus