Hace poco leí una declaración impactante:
"La biblioteca ya no es un lugar
muerto y silencioso". No es que crea que esté mal renovar estos
espacios públicos y agregarles actividades de charlas, cuentacuentos y muchas
otras entretenciones compartidas que motiven al amor por los libros - aunque sí
estoy convencida que por más novedades que se creen, es necesario mantener
algún lugar donde nada perturbe la lectura propia y ajena.
Pero hay dos elementos que me
parecieron terroríficos con respecto a este anuncio. El primero es presentar el
silencio y la muerte como sinónimos. El silencio puede estar lleno de vida. Por
ejemplo una sala donde lo único que se escucha son las hojas que dan vuelta, llevándolo
a uno en cada nueva página a mundos ficticios. Como muerto puede ser un parque
donde una animación estridente por alto parlante no deje oír el movimiento de las
ramas. Y lo segundo es que esta declaración se enmarca en una iniciativa de atraer
al público. Y para invitar a las personas, hay que ofrecer instancias “vivas” y
eso quiere decir no silenciosas porque el silencio pareciera ser insoportable para
el ciudadano del siglo XXI.
Los ejemplos de cómo el ruido ha ido
invadiendo nuestra vida cotidiana son infinitos: los avisos comerciales en las
salas de espera, en las estaciones del metro; el compañero de oficina que se
pone a ver videos -sin audífonos- en el escritorio de al lado; la música ambiental
en los centros comerciales. La relación actual con la música es especialmente
particular. Cuando era adolescente, me sentaba a escuchar música. Literalmente. Me instalaba en el sofá
y escuchaba. Incluso en más de alguna ocasión leía al mismo tiempo el libreto
que venía con el LP. Así aprendí de memoria sin proponérmelo la ópera Don
Giovanni aunque aún no sé hablar italiano. Nunca se me hubiera ocurrido poner
música para hacer el aseo y asesinar con ello la mitad de una canción con la
aspiradora. Quizás podría escuchar música cocinando, porque es una actividad
que tiene una dimensión creativa distinta. Pero hoy en día, la costumbre indica
que se coloca música -o lo que sea que se llame hoy “música” y ahí se deja. Es
un hábito como lavarse los dientes. Después, se puede hacer cualquier cosa. Incluso
mandarse a cambiar a otra pieza y dejar las notas solas entreteniendo las
paredes o peor aun imponiéndoselas al vecino.
Y así llegamos a un mundo donde el
deleite de una película es interrumpido por una bolsa con palomitas de maíz.
Pareciera que los sonidos originales de la vida cotidiana generan una suerte de
aburrimiento o incluso angustia. Hay que taparlos, anularlos. Como si fueran el
resurgimiento de una era en que no éramos modernos, que no teníamos tanta superioridad
tecnológica y nadie quiere recordar esos tiempos desventajados.
Últimamente, estoy
enfrascada siguiendo telenovelas españolas ambientadas en otra época. Y
descubrí sonidos que se me habían olvidado: el crujir del piso, de la puerta
del armario, el ring del teléfono, el
correr de una cortina. Y me parece increíble haber llegado a tal punto que
escuchar el interruptor de la luz eléctrica sea grato al oído. Pero más asombroso
me parece que para tener silencio hoy sea necesario encender el televisor. Antaño,
ese aparato era la perturbación a la tranquilidad. Y hoy, en que cada hogar
está invadido por una verdadera demencia sonora, la alternativa para un momento
de descanso sea prender la televisión (aunque ya no haga clic) y colocar un
folletín retro porque ahí todavía los árboles dejan ver el bosque.
Valeria Matus