Estaba en mi
último año de liceo, cuando leí “La base” de Luis Enrique Délano en una edición
cuya portada tenía una fotografía de una mujer alzando el puño en medio de una
manifestación. Me encantó esa novela que contaba distintas facetas de la vida de
jóvenes comunistas en los años 50 en Chile a través de un chico y una muchacha
que, de paso, se enamoran. Y también me fascinaba la fotografía de la portada.
Incluso la utilicé para una tarea en clases de francés donde se pedía escribir
un ensayo inspirado en alguna imagen o documento visual. Elegí ésa porque me
transmitía entonces mucho sentido de humanidad.
Luego, diversas
lecturas nuevas que aliviaron varias expectativas frustradas me hicieron
olvidarla. Hasta que el mes pasado, en una exposición de fotografías sobre la
dictadura, en una vitrina, ahí la reencontré exhibida. Tuve un minuto de total
impacto. Fue como volver a los 17. ¡Cómo se me había podido borrar por completo
de la memoria por más de dos décadas ese rostro que tanta ilusión me había generado
en mi juventud! Muchas veces me había preguntado quién habría sido el
fotógrafo, dónde la habría tomado. Y ahí, 25 años después, me encontraba frente
a una respuesta que había dado hacía mucho por perdida.
En alguna novela
cuyo título no podría especificar, Milan Kundera (leí todas sus obras de
corrido el año 94 de modo que a estas alturas se me confunden) narraba la
historia de una viuda que llora por años a su finado marido. Un día descubre que
éste le había sido siempre infiel. Que ese hombre que ella había creído su
razón de ser en realidad sólo había significado tiempo perdido y deja
abruptamente su luto. Kundera sostiene a través de este relato, que la creencia
de que no se puede cambiar el pasado, por lo tanto, uno sólo debiera enfocarse
en el futuro es errónea. El pasado no es ni estático ni inamovible. Puede
modificarse y mucho. Pasado y futuro quedan entonces sujeto a los mismos
determinantes.
Dicen que las
heridas de la infancia quedan para siempre en algún lugar de nuestro ser. Y
así, de cuando en cuando sangran, duelen. También aterran y paralizan. También destruyen.
Pero los instantes vividos de felicidad y fortaleza pasadas dejan de la misma
manera un cimiento inquebrantable si no nos limitamos a mirarnos a nosotros
mismos sólo cuando estamos acongojados y queremos una explicación a nuestra
melancolía, sino que nos permitimos reconstruirnos sobre la ternura recuperada.
Valeria Matus