viernes, 29 de julio de 2016
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viernes, 22 de julio de 2016
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jueves, 14 de julio de 2016
Cruzar el río
(Apuntes sobre la cultura y los legados)
Este escrito debiera ser la continuación de unos anteriores, su prolongación necesaria y útil, para así ir acercándonos al cierre o, al menos, hacia el posible final de un diario que pide a gritos poder ser contado de un modo inteligible y cierto. Pero este relato no puede ser otra cosa que la crónica de una historia elusiva como pocas, y fatalmente esquiva desde el momento en que alguien pretende decir: “Los hechos en la Punta del Agua pasaron de este modo…”
Así las cosas, cada nueva charla vuelve a transitar las conocidas
huellas de asuntos que están a punto de saberse, de carpetas o archivos que
podrían estar disponibles, de memorias que quisieran dejar brotar sus
escondidos tesoros. Pero enseguida aparecen las evasivas, las oclusiones
repentinas y los persistentes silencios, detrás de los cuales no es difícil
adivinar una mano que tapa, una voz que ordena callar, una autoridad que
todavía manda.
Pero también están los sucesos desconocidos que salen a la luz, nos
dejan conmovidos y nos vuelven a infundir esperanzas. Así pasó la última vez
que nos juntamos los tres -con José Casas y Cristian Mallea- para seguir
trabajando en el libro sobre Huaco, y Mallea contó lo que había conversado con
su madre, unos días atrás, acerca de su padre. Una historia de la que Cristian,
hasta esa charla fortuita, nada sabía.
Parece ser que antes de quedarse ciego, Ramón Mallea fue operado de la
vista en un hospital de la ciudad de Mendoza allá por el año ´57. Obviamente,
debía guardar un severo reposo.
Pero estando allí internado, le llegó la noticia de la enfermedad de
su abuela paterna (la que lo crió desde sus cinco años), postrada y necesitada
de ayuda en Mogna, en la travesía sanjuanina. Desoyendo los consejos de los
médicos, Ramón tomó sus ropas y salió rumbo al pueblo. Aún hoy cuesta imaginar
cómo se las arregló para llegar, pero llegó. O mejor dicho, casi llegó porque
el río estaba crecido y el auto que lo alcanzó no estaba en condiciones de
cruzarlo.
Difícil imaginar una desolación mayor. El nieto convaleciente y casi
ciego, buscando hacer pie en medio de la correntie porque del otro lado del río
le llegaban los gritos de dolor de su abuela. Ramón también buscaba hacerse
escuchar por encima del ruido de la correntada para que su abuelita supiese que
pronto estaría a su lado. Y así, en una conversación de corazón a corazón,
finalmente logró orientarse, llegar a la casa y salvar a su abuela y madre.
Lo demás, son conjeturas. “Qué hubiese pasado si…” No es que uno no se
lo pregunte, que la idea no ronde como un fantasma ingrato y permanezca dando
vueltas por las cabezas que todo lo piensan, hasta lo imposible. Pero es que lo
impensable es esto que acabamos de escuchar y que también es parte de la
historia de los Mallea de La Punta del Agua: hubo un día que, a como diera
lugar, Ramón Mallea tuvo que atravesar el río para abrazar a su abuela.
Y ese es el legado del que hablamos al comienzo.
Quienes tratamos de rescatar memorias e identidades, tenemos que saber que la
historia es así de simple y así de compleja: entre nosotros y aquello que más
amamos se interpone una corriente que nos deja marginados de la vida. Y la vida
exige que sigamos el ejemplo de don Ramón Mallea y seamos capaces de cruzar el
río.
Carlos Semorile
lunes, 4 de julio de 2016
Un lugar para cada uno
Alguna vez nuestro amigo Carlos publicó en
este blog un texto en el que hablaba de cómo las cenas con amigos se prolongan
mucho después de su partida ("Las voces amadas"). Anoche tuvimos una de esas cenas en casa. Las
copas no han sido del todo repuestas pero logramos no quebrar ninguna de las
que había en la mesa. (También estuvieron a salvo las dos copas que desde aquel
pequeño llamado… donó a la causa una compañera). La conversación fue
rodando feliz de un amigo a otro, de un tema a otro y así pasaron las horas.
Muchas horas. Siete para ser exactos. Fue una noche especial, entre otras cosas
por la tormenta que cada cierto rato amenazaba con dejarnos sin luz, sin techo
(sin copas…). Pasaron cosas hermosas. Uno de los hitos fue el feliz cumpleaños
que no le cantamos a uno de nosotros porque a la hora fatídica de preguntar
¿qué cantamos? Todos sabíamos lo que no podíamos cantar, lo que por ningún motivo
íbamos a cantar. Y como las alternativas al consagrado cantito pueden llegar a
generar cierto recelo en elementos tozudos y no alineados, etc. el mayor de los
presentes, hombre sabio a sus horas, soltó la idea: “que cante el Ruso”. El
amigo ruso, quería decir. Y el amigo ruso cantó una canción que se suele cantar
por los pagos de San Petersburgo y otros… en ruso… claro… A capela… Y atrasito los
truenos. Siguió la noche y la lluvia ofreció una larga tregua. A
eso de las tres y media de la madrugada los comensales se levantaron con
intención de retirarse. Ese fue el momento que la lluvia eligió para volver… De
a poco. Como haciéndose la distraída. Gota a gota. Gruesas las gotas. Sonoras.
Los comensales que tenían que retirarse de casa alcanzaban la honesta suma de
siete. Siete adultos perfectamente constituidos. Y ahí fue que, entre besos y
abrazos de despedida, saltó una frase que solemos escuchar en ocasiones parecidas:
“¿cabemos?” Por haberla escuchado tantas veces, puedo restituir la parte que
falta. El único entre nosotros que tiene auto dice: “vamos, los llevo”. Y alguno que tiene nociones mínimas de
matemática, física y esas cosas, acota: “¿cabemos?”. Porque, claro, la cosa no
parece posible. Pero después uno descubre que hay infinitas formas de apilarse
como si el cuerpo fuera un cubo o una pieza fundamental de algún juego de encastre. En
fila india los amigos fueron saliendo de casa. Y cuando el último salió, en vez
de cerrar la puerta, me los quedé mirando porque el auto estaba algo
lejos y la lluvia ya caía a borbotones y se me hacía que si lograban
entrar no era del todo imposible que el auto terminara siendo un
arca de Noé o algo por el estilo. Lo llamé al compañero que corresponde llamar
en estos casos y el compañero se arrimó y nos quedamos mirando la sombra de los
amigos en la calle. Y ahí fue que se me vino la pregunta: ¿será mágico el auto? Será que como ese viejo ropero que no tenía fondo… ¿todos los amigos –no
importa cuántos– caben en el auto? Lo más lindo en todo caso no
es el auto (no es por ofender). Lo más lindo (se me hace) es la manera en que, cena tras cena, noche tras noche, el amigo
asegura que habrá un lugar para cada uno.
Cándida
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