Alguna vez nuestro amigo Carlos publicó en
este blog un texto en el que hablaba de cómo las cenas con amigos se prolongan
mucho después de su partida ("Las voces amadas"). Anoche tuvimos una de esas cenas en casa. Las
copas no han sido del todo repuestas pero logramos no quebrar ninguna de las
que había en la mesa. (También estuvieron a salvo las dos copas que desde aquel
pequeño llamado… donó a la causa una compañera). La conversación fue
rodando feliz de un amigo a otro, de un tema a otro y así pasaron las horas.
Muchas horas. Siete para ser exactos. Fue una noche especial, entre otras cosas
por la tormenta que cada cierto rato amenazaba con dejarnos sin luz, sin techo
(sin copas…). Pasaron cosas hermosas. Uno de los hitos fue el feliz cumpleaños
que no le cantamos a uno de nosotros porque a la hora fatídica de preguntar
¿qué cantamos? Todos sabíamos lo que no podíamos cantar, lo que por ningún motivo
íbamos a cantar. Y como las alternativas al consagrado cantito pueden llegar a
generar cierto recelo en elementos tozudos y no alineados, etc. el mayor de los
presentes, hombre sabio a sus horas, soltó la idea: “que cante el Ruso”. El
amigo ruso, quería decir. Y el amigo ruso cantó una canción que se suele cantar
por los pagos de San Petersburgo y otros… en ruso… claro… A capela… Y atrasito los
truenos. Siguió la noche y la lluvia ofreció una larga tregua. A
eso de las tres y media de la madrugada los comensales se levantaron con
intención de retirarse. Ese fue el momento que la lluvia eligió para volver… De
a poco. Como haciéndose la distraída. Gota a gota. Gruesas las gotas. Sonoras.
Los comensales que tenían que retirarse de casa alcanzaban la honesta suma de
siete. Siete adultos perfectamente constituidos. Y ahí fue que, entre besos y
abrazos de despedida, saltó una frase que solemos escuchar en ocasiones parecidas:
“¿cabemos?” Por haberla escuchado tantas veces, puedo restituir la parte que
falta. El único entre nosotros que tiene auto dice: “vamos, los llevo”. Y alguno que tiene nociones mínimas de
matemática, física y esas cosas, acota: “¿cabemos?”. Porque, claro, la cosa no
parece posible. Pero después uno descubre que hay infinitas formas de apilarse
como si el cuerpo fuera un cubo o una pieza fundamental de algún juego de encastre. En
fila india los amigos fueron saliendo de casa. Y cuando el último salió, en vez
de cerrar la puerta, me los quedé mirando porque el auto estaba algo
lejos y la lluvia ya caía a borbotones y se me hacía que si lograban
entrar no era del todo imposible que el auto terminara siendo un
arca de Noé o algo por el estilo. Lo llamé al compañero que corresponde llamar
en estos casos y el compañero se arrimó y nos quedamos mirando la sombra de los
amigos en la calle. Y ahí fue que se me vino la pregunta: ¿será mágico el auto? Será que como ese viejo ropero que no tenía fondo… ¿todos los amigos –no
importa cuántos– caben en el auto? Lo más lindo en todo caso no
es el auto (no es por ofender). Lo más lindo (se me hace) es la manera en que, cena tras cena, noche tras noche, el amigo
asegura que habrá un lugar para cada uno.
Cándida