"La historia de la lectura en Chile" / Biblioteca Nacional |
Últimamente, muchas personas demuestran
tener una memoria tan corta que actúan como si su rutina actual hubiera sido
siempre la misma. Parecen haber olvidado por completo que todas las tareas que
hicieron en su trayectoria escolar fueron en letra manuscrita o que su
habitación de chico y de adolescente jamás contó con un televisor y menos aún
un teléfono propio. Y en esos cuartos, mucho no podía hacerse para llenar el
tiempo salvo por ejemplo jugar, dibujar o leer. Y esta última actividad era la
única posible de realizar cuando a uno le daban la instrucción de ir a
acostarse. Entonces, cuando uno ya se encontraba solo en su cama y cogía un
libro del velador, se producía un momento mágico. El día, sobre todo su afán, estaba terminando y existía la posibilidad de eludir
lo poco que de él quedaba en compañía de personajes y aventuras ficticios.
Viví infinidad de instantes
fantásticos a esa hora en que todo se volvía silencioso para quedar bajo un
hechizo impreso: cuentos de hada con ilustraciones de Doré; La Pequeña Lulú que mis padres me
compraron un verano en Galicia y era el único libro en español que tuve
mientras viví en Francia; Robinson Crusoe
en una bellísima edición en formato de historieta. Luego, llegaron rápidamente
las novelas propiamente tal: Mujercitas,
Rebecca, el Filo de la Navaja, que devoré a la luz de una vela en la playa
cuando en el sur de Chile, a finales de los años 80, en los balnearios todavía la
mayoría de las casas no contaban con electricidad.
Después, todo se llenó. Y no es que yo
haya quedado ajena a las tecnologías de esta era. Me gusta ser adicta a
maratones de ciertas seriales, disfruto
la ventaja de tener acceso a diarios de todo el mundo y también de poder ver
nuevamente folletines añejos que sólo se encuentran en medios virtuales
ociosos. Pero este mundo, tan atiborrado de posibilidades, deja sin embargo muchos
vacíos. La vida diaria deja muchos vacíos. Desazones y desilusiones. Entonces,
se suele necesitar una escapatoria que sólo puede dar una introversión absoluta
hacia la propia esencia, algo así como el cascarón del que habla Demian, pero
en sentido inverso, porque el pájaro ya lleva demasiado tiempo afuera
sobreviviendo.
Y esa introspección sólo funciona a
través de una lectura nocturna. Primero, porque cuando tengo ganas de ver la
escalera y la biblioteca y la habitación del castillo de Canterville, quiero
que sean los que yo imagino y no los que una puesta en escena me sugiere. No me
sirve si me imponen al fantasma: necesito que sea el mío. Luego, porque me hace
retomar una conexión con mis padres, mis abuelos, sus padres, sus abuelos, pues
seguramente todos ellos tuvieron el mismo hábito y entonces estamos todos
compartiendo una misma felicidad incluso sin estar ya juntos. Como si en ese
doble gesto de taparse con la frazada y abrir un libro, hubiera algo maternal que
lo hiciera a uno, aun en soledad, sentirse abrigado y protegido. Como si hubiera algo que alivia, que reposa,
que mece, cada vez que se da vuelta una página, bajo la sola iluminación de una
pequeña lamparita.
Valeria Matus