Mi padre era paleontólogo. Vivía rodeado
de fósiles en un mundo de ideas encantadoramente simples, en que las unas se
deducían de las otras con el razonamiento incontrovertible de un teorema.
Cuando me hartaba de pelearme con los chicos del barrio y de jugar a los
“vigilantes y ladrones” solía sentarme a su lado, junto a sus cajones repletos
de piedras y de huesos fósiles. Yo era allí el único pedacito de porvenir entre
tantos restos del pasado. Se divertía y me divertía resumiendo la historia de
la humanidad con anécdotas sencillas. Ilustraba su disertación mostrándome
algunas láminas coloreadas que abundaban en los libros de popularización. La lógica positivista daba a las etapas sucesivas
de la humanidad una continuidad evolutiva simple, clara e irrefutable.
Partíamos del mono más primitivo al orangután, y a través de figuras
esquemáticas en que los esqueletos eran cada vez más erectos, veíamos acercarse
a la vertical humana al chimpancé y al gorila. Y así, cada vez más verticales y
cada vez menos parecidos a Darwin, los monos cumplían su alta y nobilísima
función darwiniana de sustituir a Dios en la responsabilidad de habernos
creado. Después el hombre barbudo de los cromos comenzaba a cubrir las diversas
etapas de la evolución cuyo fin se ignoraba entonces. El cavernícola se
transformaba en bosquimano. Había épocas borrosas y confusas hasta que
comenzaban las edades que han dejado rastros concretos de su existencia. A la
época pastoril y rudimentariamente agrícola la siguió la edad de piedra. La
edad de piedra fue sustituida por la edad de bronce. La edad de bronce cedió
ante el progreso de la edad de hierro. La capacidad industrial del hombre era
el metro patrón con que se medía el ascenso de la humanidad en la escala
zoológica. Entonces, con esa maravillosa exactitud con que los niños plantean
los problemas esenciales, yo le preguntaba a mi padre: “Nosotros, los argentinos,
¿tenemos fundiciones de hierro?” Con evidente desconcierto mi padre movía
negativamente la cabeza. Yo insistía: “¿Tenemos fundiciones de cobre?” Mi padre
repetía su gesto negativo. “Entonces -concluía yo-, ¿nosotros vivimos todavía
en la edad de piedra?” Y al enterarme de que -aparte de criar vacas y cultivar cereales-
nada sabíamos hacer, puesto que hasta el calzado y las telas para nuestras
ropas venían del exterior, con esa innata tendencia burlesca que arrastro
conmigo desde que nací, preguntaba: “¿Entonces aquí todavía estamos en la época
de los gorilas?”
En el transcurso de mi vida madura he
recordado con frecuencia estas pequeñas anécdotas personales, porque ellas me
explican a mí mismo, con su raigambre freudiana, la razón de mi profunda
preocupación por la industria argentina, a la que nada me ata y nada me une,
pero cuyo destino se me aparece inexplicablemente conectado al mío, que es sin
embargo un destino que sólo se satisface en el ámbito inmaterial de la
inteligencia y de la voluntad de ser útil a sus conciudadanos. Es que, lo mismo
que en las épocas pretéritas de la humanidad, el nivel industrial de un país es
el índice que mide el grado de su desenvolvimiento, la altura de su elevación
en la escala zoológica y la amplitud de la independencia que ha logrado
alcanzar entre las naciones que le precedieron. LOS PUEBLOS SIN INDUSTRIAS SON
PUEBLOS INFERIORES. SON PUEBLOS QUE NO HAN ALCANZADO AÚN LA DIGNIDAD INTEGRAL
DE LA VERTICAL HUMANA.
O PUEBLOS QUE LA HAN
PERDIDO AL SER SOMETIDOS A LOS DICTADOS DE LA VOLUNTAD DE OTROS PARA CUYA
EXCLUSIVA CONVENIENCIA TRABAJAN HUNDIDOS EN EL PRIMITIVISMO AGROPECUARIO.
Raúl Scalabrini Ortiz
Bases para la reconstrucción nacional