(Apuntes sobre la cultura y los legados)
Este escrito debiera ser la continuación de unos anteriores, su prolongación necesaria y útil, para así ir acercándonos al cierre o, al menos, hacia el posible final de un diario que pide a gritos poder ser contado de un modo inteligible y cierto. Pero este relato no puede ser otra cosa que la crónica de una historia elusiva como pocas, y fatalmente esquiva desde el momento en que alguien pretende decir: “Los hechos en la Punta del Agua pasaron de este modo…”
Así las cosas, cada nueva charla vuelve a transitar las conocidas
huellas de asuntos que están a punto de saberse, de carpetas o archivos que
podrían estar disponibles, de memorias que quisieran dejar brotar sus
escondidos tesoros. Pero enseguida aparecen las evasivas, las oclusiones
repentinas y los persistentes silencios, detrás de los cuales no es difícil
adivinar una mano que tapa, una voz que ordena callar, una autoridad que
todavía manda.
Pero también están los sucesos desconocidos que salen a la luz, nos
dejan conmovidos y nos vuelven a infundir esperanzas. Así pasó la última vez
que nos juntamos los tres -con José Casas y Cristian Mallea- para seguir
trabajando en el libro sobre Huaco, y Mallea contó lo que había conversado con
su madre, unos días atrás, acerca de su padre. Una historia de la que Cristian,
hasta esa charla fortuita, nada sabía.
Parece ser que antes de quedarse ciego, Ramón Mallea fue operado de la
vista en un hospital de la ciudad de Mendoza allá por el año ´57. Obviamente,
debía guardar un severo reposo.
Pero estando allí internado, le llegó la noticia de la enfermedad de
su abuela paterna (la que lo crió desde sus cinco años), postrada y necesitada
de ayuda en Mogna, en la travesía sanjuanina. Desoyendo los consejos de los
médicos, Ramón tomó sus ropas y salió rumbo al pueblo. Aún hoy cuesta imaginar
cómo se las arregló para llegar, pero llegó. O mejor dicho, casi llegó porque
el río estaba crecido y el auto que lo alcanzó no estaba en condiciones de
cruzarlo.
Difícil imaginar una desolación mayor. El nieto convaleciente y casi
ciego, buscando hacer pie en medio de la correntie porque del otro lado del río
le llegaban los gritos de dolor de su abuela. Ramón también buscaba hacerse
escuchar por encima del ruido de la correntada para que su abuelita supiese que
pronto estaría a su lado. Y así, en una conversación de corazón a corazón,
finalmente logró orientarse, llegar a la casa y salvar a su abuela y madre.
Lo demás, son conjeturas. “Qué hubiese pasado si…” No es que uno no se
lo pregunte, que la idea no ronde como un fantasma ingrato y permanezca dando
vueltas por las cabezas que todo lo piensan, hasta lo imposible. Pero es que lo
impensable es esto que acabamos de escuchar y que también es parte de la
historia de los Mallea de La Punta del Agua: hubo un día que, a como diera
lugar, Ramón Mallea tuvo que atravesar el río para abrazar a su abuela.
Y ese es el legado del que hablamos al comienzo.
Quienes tratamos de rescatar memorias e identidades, tenemos que saber que la
historia es así de simple y así de compleja: entre nosotros y aquello que más
amamos se interpone una corriente que nos deja marginados de la vida. Y la vida
exige que sigamos el ejemplo de don Ramón Mallea y seamos capaces de cruzar el
río.
Carlos Semorile