Viñeta de “Ardalén”, de Miguelanxo Prado |
Siempre supe que mi padre había estado
en Cuba por un año, el 61. Pero a diferencia de otras épocas de su vida que narraba
con muchos pormenores, de ese periodo no sé absolutamente nada. Una vez
encontré una fotografía de él usando guayabera, sombrero y lentes de sol, en
medio de una plantación de bananos. Un atuendo absolutamente insólito para un
hombre que, si bien era férreo enemigo de las frivolidades, no lo era de la formalidad
y aborrecía que un profesor dictara clases sin chaqueta y corbata.
Mas tomó en su vida una que otra
decisión irreverente. Había estudiado pedagogía en castellano y había
conseguido un puesto de profesor en la Escuela Militar de Santiago. Un trabajo
muy bueno para cualquier joven a finales de los años 50. Garantizaba prestigio,
comodidad y estabilidad. Pero él quería viajar, conocer, saber. “Llevaba varios años ahí y veía de repente, a
los otros profesores que ya estaban cercanos a jubilar, almorzando en el
comedor de los oficiales, conversando sobre las tareas cotidianas. Y sentía que
no quería terminar así, habiendo hecho de mi vida siempre lo mismo, todos los
días lo mismo.” contó una vez en una velada entre amigos.
Revisando mi bodega –ese acto mágico
puede cambiar una vida- encontré dos libros de la autoría de mi padre,
publicados por el Ministerio de Educación de Cuba. Libros de estudio de la
lengua española, su pasión. Me pregunté entonces ¿Cómo habrá sido esa permanencia
de él en La Habana? Tantos años a su lado y nunca lo averigüé. Así como me
sorprendió verlo con pantalones de lino blanco, me parece inverosímil
imaginarlo en ese entorno. Él que sólo escuchaba música clásica y que detestaba
el jolgorio. ¿Habrá descubierto allá alguna faceta de él mismo que no conocía? ¿Alguna
dimensión alegre que nunca volvió a encontrar? ¿Se habrá quedado, en alguna
noche de locura, bailando hasta la madrugada? ¿Se habrá enamorado quizás? Nunca
le oí mencionar ni la más mínima impresión de esa estadía. Dado lo intolerante
que era, imagino que si hubiera ocurrido algo negativo, lo habría comentado,
por lo que supongo entonces que guardaba buenos recuerdos. Quizás tan buenos
que los conservó como un tesoro propio.
En su cómic “Ardalén”, Miguelanxo Prado narra la búsqueda existencial de Sabela,
una mujer que viaja al pueblo de España del cual salió su familia, para
intentar descubrir qué ocurrió con su abuelo. Un hombre que viajó a Cuba en los
años 30 con la promesa de encontrar mejores oportunidades, pero que finalmente
nunca regresó. Su pista se pierde para siempre luego de cruzar el Atlántico y cualquier
mención a él queda estrictamente prohibida por la abuela. Una historia sobre identidad,
orígenes, migraciones, olvidos. Despedidas y reencuentros, fracasos y
frustraciones. Pero sobre todo, sobre razones. ¿Por qué somos como somos? ¿Por
qué pareciera que nacemos con ciertos impulsos, ciertos dolores, ciertas
nostalgias y ciertos anhelos?
Sabela tiene 42 años. Se acaba de
divorciar y está sin trabajo. No tiene claro su futuro, pero tampoco tiene real
conocimiento de su pasado. No sabe hacia dónde ir, porque no sabe de dónde
viene. Entonces decide que para poder seguir, necesita primero retroceder. No existe
manera de encontrar al abuelo para preguntarle. Pero quizás en ese poblado enterrado
al interior de las montañas, alguien lo recuerda, se acuerda, puede contar –ese
otro acto mágico que puede cambiar una vida -, puede aclarar.
Los padres se reservan muchas
explicaciones. Como también lo hacemos los hijos con ellos. La historia de uno
mismo no siempre se encuentra en el recorrido íntimo. A veces, está afuera, en
lo que el otro vio y nos comparte más tarde. Así las ancianas le decían antiguamente
al muchacho enamorado: “no te cases con
esa niña, mira que se parece mucho a una tía que hubo en su familia y que se
volvió loca, ¿quién te dice que a ésta no se le suelta un tornillo también?”.
Y a veces la explicación está en un
objeto: un recorte de diario, un reloj antiguo, una fotografía, una dedicatoria.
Un pedazo material de la existencia de un ser querido que relata cómo y cuándo él
fue alguna vez feliz y que nuestros afanes no son tan inusuales como pensamos. Así,
cuando de pronto –o seguido e incluso muy seguido- uno tiene la fantasía de
huir al silencio de una casa de campo con la sola compañía de una novela, no es
una insensatez incomprensible, ni un disparate particular, si se recuerda que
una vez se abrió un libro de García Márquez que perteneció a un progenitor y que
en la primera página estaba escrito con fecha 1967: “Con mucho cariño, para que amenices esas tardes lluviosas del sur”.
Valeria Matus