Las incoherencias son parte de la
vida cotidiana, más aún cuando vivimos bajo un orden que prestablece muchos
estándares. En una reciente conversación sobre este tema, se hacía referencia a
lo simple que sería dejar algunas costumbres adquiridas. Sin embargo, al tan sólo
proponerlo, el mundo se vuelve adverso.
Uno de esos malos hábitos son las
celebraciones comerciales. Fechas que en su origen pueden haber sido un
legítimo festejo, pero que se transformaron en derroche y segregación. Conozco
mucha gente que reclama contra el sistema –y uso esta palabra en términos
formales, porque ya no sé a qué se refieren algunos cuando dicen eso- pero que la
amanecida del 1 de noviembre despilfarran lo que no tienen en decoraciones,
disfraces, además de todo el licor y juerga que implica esa noche de brujas. No
quiero cuestionar la fiesta en sí ni que haya llegado de donde haya llegado.
Finalmente, todo lo que hacemos viene de alguna parte y bien por los intercambios
humanos. Pero creo que poco y nada tiene que ver una velada de frío en el
hemisferio norte, con calabazas naturales y velas iluminando la nieve, con un
Santiago primaveral saturado de objetos provenientes de nuestros múltiples
tratados de libre comercio. Pero ante la más mansa propuesta mía de restarse,
la más gentil calificación que he recibido es: “¡pero qué eres fome!”.
Hoy en día no dan más de dos bolsas
en el supermercado, pero los mismos que promueven rigurosamente esta medida son
capaces de acumular kilos de basura plástica con adornos navideños o globos de
colores para estos tan detestables baby
shower que les ha dado a todos por hacer. Y así también hay quienes son
violentos defensores del uso de la bicicleta, pero van de vacaciones a lugares
remotos sin preguntarse ni por si acaso cuánto contamina ese avión ni en qué
desastroso estado han quedado pueblos enteros con esa invasión turística. Y en
esa misma línea, siempre soy la extraña. La rara que no ve televisión, que es
capaz de pasar el año nuevo sola en su casa, la mala onda que nunca quiere ir
participar en nada, la antisocial a la que le molesta que le celebren el
cumpleaños.
Pero estoy convencida que hay ciertas
simples actitudes que en verdad importan e importa defender. Como ir más lento
por la vida, no ponerse tan eufórico por boberías, juntarse en casa en lugar de
malgastar yendo a lugares de moda, regalar un marca páginas, intercambiar
descubrimientos. Contar: “oye, leí este
texto –o escuché esta música, o vi esta película– y me acordé de ti.” Viajar
cerca. Y a lugares conocidos. Algo que desconcierta por completo a la gente cuando
digo que no me interesa recorrer el mundo ni descubrir parajes exóticos. Una
mujer sola e independiente, que se supone es lo que soy, debiera moverse de
aeropuerto en aeropuerto. Pero ¿Por qué cruzar océanos si a un par de horas
tengo grandes amigos, si quiero ir a ese café, a esa librería, caminar de nuevo
por esa calle? ¿Por qué todo tiene que ser lejos, e inexplorado, y apasionante?
Acaso muchos, cuando pequeños, ¿no esperaban cada domingo para ir donde la
abuela a jugar en su patio? ¿No pasaron años yendo a la misma playa con agua
helada pero ansiaban todo el año escolar de nuevo ese verano? ¿Desde cuándo no
es suficiente la fortuna de vivir cerca de una plaza o un parque y poder pasear
cada día con tan solo cruzar un par de calles?
Valeria Matus