domingo, 25 de noviembre de 2018

Viajar cerca



Las incoherencias son parte de la vida cotidiana, más aún cuando vivimos bajo un orden que prestablece muchos estándares. En una reciente conversación sobre este tema, se hacía referencia a lo simple que sería dejar algunas costumbres adquiridas. Sin embargo, al tan sólo proponerlo, el mundo se vuelve adverso. 

Uno de esos malos hábitos son las celebraciones comerciales. Fechas que en su origen pueden haber sido un legítimo festejo, pero que se transformaron en derroche y segregación. Conozco mucha gente que reclama contra el sistema –y uso esta palabra en términos formales, porque ya no sé a qué se refieren algunos cuando dicen eso- pero que la amanecida del 1 de noviembre despilfarran lo que no tienen en decoraciones, disfraces, además de todo el licor y juerga que implica esa noche de brujas. No quiero cuestionar la fiesta en sí ni que haya llegado de donde haya llegado. Finalmente, todo lo que hacemos viene de alguna parte y bien por los intercambios humanos. Pero creo que poco y nada tiene que ver una velada de frío en el hemisferio norte, con calabazas naturales y velas iluminando la nieve, con un Santiago primaveral saturado de objetos provenientes de nuestros múltiples tratados de libre comercio. Pero ante la más mansa propuesta mía de restarse, la más gentil calificación que he recibido es: “¡pero qué eres fome!”. 

Hoy en día no dan más de dos bolsas en el supermercado, pero los mismos que promueven rigurosamente esta medida son capaces de acumular kilos de basura plástica con adornos navideños o globos de colores para estos tan detestables baby shower que les ha dado a todos por hacer. Y así también hay quienes son violentos defensores del uso de la bicicleta, pero van de vacaciones a lugares remotos sin preguntarse ni por si acaso cuánto contamina ese avión ni en qué desastroso estado han quedado pueblos enteros con esa invasión turística. Y en esa misma línea, siempre soy la extraña. La rara que no ve televisión, que es capaz de pasar el año nuevo sola en su casa, la mala onda que nunca quiere ir participar en nada, la antisocial a la que le molesta que le celebren el cumpleaños. 

Pero estoy convencida que hay ciertas simples actitudes que en verdad importan e importa defender. Como ir más lento por la vida, no ponerse tan eufórico por boberías, juntarse en casa en lugar de malgastar yendo a lugares de moda, regalar un marca páginas, intercambiar descubrimientos. Contar: “oye, leí este texto –o escuché esta música, o vi esta película– y me acordé de ti.” Viajar cerca. Y a lugares conocidos. Algo que desconcierta por completo a la gente cuando digo que no me interesa recorrer el mundo ni descubrir parajes exóticos. Una mujer sola e independiente, que se supone es lo que soy, debiera moverse de aeropuerto en aeropuerto. Pero ¿Por qué cruzar océanos si a un par de horas tengo grandes amigos, si quiero ir a ese café, a esa librería, caminar de nuevo por esa calle? ¿Por qué todo tiene que ser lejos, e inexplorado, y apasionante? Acaso muchos, cuando pequeños, ¿no esperaban cada domingo para ir donde la abuela a jugar en su patio? ¿No pasaron años yendo a la misma playa con agua helada pero ansiaban todo el año escolar de nuevo ese verano? ¿Desde cuándo no es suficiente la fortuna de vivir cerca de una plaza o un parque y poder pasear cada día con tan solo cruzar un par de calles?


Valeria Matus