sábado, 28 de diciembre de 2019
martes, 5 de noviembre de 2019
Más alla de la barricada
Atendiendo las noticias que nos llegan desde Chile, a la
Argentina, especialmente las que circulan de hermano a hermano, de amigo a
amigo, se puede sostener que lo que está en juego es también eso: un tipo de relación.
La decisión de no delegar. De tomar cada cosa en mano. Entre ellas, la información.
¿Cómo vamos a informarnos? Consultando a aquellos en los que tenemos confianza.
“Yo te pregunto a vos y vos me entregas a mí tu visión. Porque tu visión importa.
Y porque tu visión puede ser –hemos tenido la prueba– más informada, más lucida,
que la de personas que se creen más preparadas”. Nada está en su sitio. Los que
debieran saber, han demostrado su incompetencia. Los supuestos incompetentes
han cambiado en pocos días las reglas del juego en Chile. Porque a ese juego,
el juego diseñado por los dueños del país, no se quiere jugar más. No va más.
Como bien se ha dicho: no son treinta pesos, son treinta
años. Quizás haya que decir que son 47. Porque no se trata de un gobierno que
ha revelado sus límites ni de un gobernante. Por más que ese gobernante sea, en
su calidad de jefe de Estado, responsable de lo que acontece en el país y deba
responder por todos y cada uno de los ciudadanos faltantes, víctimas de la
represión asestada en estos días. Se trata de una forma de gobernar que se
fundó en la expulsión de los sectores populares y en la confiscación de la
política en manos de unos cuantos. Unos cuantos que podían ser de derecha o de
izquierda. Unos cuantos cuyas diferencias pasaron a ser irrelevantes desde el
momento en que el hecho de participar se convirtió en un fin en sí mismo y que,
aun animados de las mejores intenciones (cuando las hubo…), no estaban en
condiciones de revertir los acuerdos sobre los que se fundó la sociedad chilena
desde el 11 de septiembre de 1973 en adelante. Y no importa que los grandes
pactos que nos aquejan sean posteriores y haya que ir a buscarlos a mediados de
los años 1980. El golpe de Estado de 1973 vuelve posible lo que sigue: es condición.
Sin golpe de Estado, sin terrorismo de Estado, sin los que faltan, sin la
desestructuración de las antiguas fuerzas políticas, sin el hundimiento de otras
fuerzas políticas que no llegaron a desarrollarse, esos pactos no hubieran sido
posibles. También se hicieron con los ojos puestos en el pueblo chileno, en sus
capacidades, en su coraje: pueblo que a inicios de los 80 salió a las calles y
no las abandonó hasta que políticos supuestamente responsables, competentes, tomaron
a cargo los asuntos diciendo representar a… ¿Quiénes?
¿Qué es lo que está estallando en Chile? Quizás no solamente
un tipo de sociedad donde, por cierto, no es que “no se logró”… Sino que jamás hubo gobierno desde 1973 en adelante
que se propusiera asegurar las necesidades básicas de sus mayorías. Al
contrario, se priorizó abiertamente por la minoría que constituyen los
poderosos, poniendo todo un país al servicio de sus necesidades. Eso es lo que estalla y es quizás
también un modo de pensar y de hacer política que consiste en delegar. En
confiar en que otros podrán hacerse cargo de nuestras aspiraciones. Una forma
de democracia llamada representativa que no puede subsistir ahí donde no existe
la más básica cuota de confianza. En Chile, como en todas partes, la clase
política ha hecho profesión de hablar en nombre de otros. ¿Qué pasa cuando las
personas se niegan a que hablen en su nombre? Se construye quizás otra
relación, otra forma de relacionarse, como escribía en estos
días, una compañera desde Valparaíso. Y también desde Valparaíso era la voz que
decía: “¿recuerdas cuando nos decían que todo aquello no era posible? Resultó
que sí… era posible”. Vale decir que lo mejor, todo aquello que venimos
anhelando, todo aquello que nos venimos entregando como legado de pobres, de generación
en generación, tanto sueño de justicia, tanto sueño de hermandad, es todavía
posible en Chile.
Y si uno ha escuchado bien los mensajes enviados por
familiares y amigos, cabe plantear que se está ante una oportunidad histórica.
Para refundar relaciones. Para repensar roles. Para proponer nuevas formas de
organización. Vale decir para interrogarse –una vez más– sobre las condiciones
de posibilidad de otra forma de hacer política. Con otros fines, valga la
redundancia, otros valores, otros actores, otras estructuras, otras formas de
asociación.
Hace ya muchos años, un personaje de novela supo decir en
medio de una barricada: “el siglo XIX es grande, pero el siglo XX será feliz”.
No fue así. A lo mejor, desde Chile, está cobrando forma otro tipo de anhelo: un
siglo nuevo que, por fin, pueda ser justo.
Antonia García Castro
miércoles, 18 de septiembre de 2019
domingo, 8 de septiembre de 2019
Diálogos recobrados
El
cine –como el teatro– es culpable, entre otras cosas, de que determinadas
palabras queden resonando dentro de uno, que es el modo pequeño y egoísta de
decir que permanecen en la memoria emotiva de muchísimas personas que aman el
teatro, el cine y las palabras. Muchas veces se trata de frases que han sido
distorsionadas de su locución inicial y, levemente tergiversadas, quedan
inscriptas en el inconsciente colectivo. Pero, ¿acaso no es así como
recordamos?
¿Qué
es lo que se dijo, cómo se lo dijo y cuáles rumbos marcaron aquello que fue
dicho? Pero, también, ¿cómo se lo escuchó, qué se respondió, y hacia donde se
encaminaron esas vidas a partir de aquél diálogo? Hablamos del diálogo amoroso
y de cómo aparece en determinadas escenas de películas que nos marcaron y a las
que volvemos para descubrir, ¡caramba!, que se nos pasaron por alto algunas
conversaciones cruciales, tanto que sin ellas la peli sería otra.
Por
eso pensamos en ese título, Diálogos Recobrados, y nos lanzamos al rescate de
algunas líneas de diálogo que distan mucho de ser apenas “unas líneas de
diálogo”. A veces se trata de una antiquísima leyenda que, por ejemplo, ella
relata con deliberada parsimonia ante grupo de hombres reunidos alrededor de
una fogata encendida en un campamento improvisado al caer la noche en el
desierto. Otros la escuchan como un mero pasatiempo –incluso alguno la
interrumpe torpemente–, pero él saborea cada palabra de la vieja fábula que
contiene las claves de su secreto y urgido deseo.
No
han hablado entre ellos, ¿es lícito hablar de “diálogo”? Los demás han quedado
absolutamente al margen, ¿no sería deshonesto no comprender que, aunque él
guardó silencio, estuvieron dialogando?
Luego,
cuando finalmente la pasión amenaza con desbaratar las sólidas columnas en que
se sostienen sus existencias, conversan sin poder sortear las trampas de los
malos entendidos, porque en sus palabras se cuelan las costumbres amasadas
durante vínculos pasados, y todavía no encuentran un código propio por el cual
encaminar sus charlas y sus vidas. ¿De eso se trata, no? De una larga
conversación que mantenemos con alguien especial a lo largo del tiempo
incesante.
A
veces adquiere la forma de cartas, de escritos que buscan seguir tejiendo esa
manta de palabras que albergan un amor, o que pretenden cobijarlo ante la
ausencia de uno de los dos amantes: “Quiero
que todo esto se grabe en mi cuerpo. Nosotros somos los verdaderos países, no
las fronteras trazadas en los mapas con los nombres de hombres poderosos. Yo sé
que vendrás y me sacarás cargando al palacio de los vientos. Eso es todo lo que
he anhelado. Caminar en un lugar así contigo, con amigos. Una tierra sin mapas.
La lámpara se ha extinguido, y estoy escribiendo en la oscuridad”.
Atrás
han quedado la leyenda del esclavo que se convierte en rey luego de espiar la
deslumbrante belleza de la reina expuesta, las charlas mantenidas al borde del
precipicio de los cuerpos en su ardor, y tantas cosas que no hubo tiempo de
decir, y que deseamos recobrar.
Carlos Semorile
martes, 27 de agosto de 2019
Algo pequeño, algo extraordinario
En Ecuador, ocho ancianas viven solas en un caserío. Ya no quedan hombres: los maridos murieron, todos los hijos se fueron. Subsisten con la agricultura a pequeña escala que ellas mismas practican, y se niegan a salir de ahí a pesar de la insistencia de los familiares para que ellas se vayan a la ciudad. No imaginan otra vida. No se imaginan en la soledad de una urbe porque es en esa aldea justamente que no están solas. Se tienen a ellas mismas.
En el sur de México, una escuela implementó
que un día a la semana las escolares vayan a clases con su traje indígena. Las
niñas son felices con su vestido blanco bordado con coloridos diseños que las
identifica con sus orígenes.
En Guatemala, un grupo de mujeres ha
desarrollado un proyecto para salvar las abejas y con cuya producción de miel
logran hacer su ingreso.
Y así, también en ámbitos urbanos y
periféricos también existen personas que buscan alguna forma de construir algo
diferente: un profesor de matemáticas que difunde esa disciplina mediante
juegos; un deportista que instauró campeonatos en la periferia; una mujer, que
cansada de la basura, decide limpiar y embellecer su calle.
Hasta en los lugares más impensados, hay
alguien haciendo algo. Algo extraordinario.
Visto de cierta manera, esto puede parecer
mínimo en cuanto al territorio o número de seres humanos que afecta. Pero es inmenso
en cuanto a lo que promueve: una forma distinta de ser, de convivir, de
entregarse. Una manera altruista de actuar, sea en un recinto deportivo,
artístico; en una sala de clases; en un barrio; o en un villorrio habitado por
sólo algunas mujeres. Y si bien es cierto que, hoy, está masivamente
difundida la práctica de esos “pequeños cambios diarios”, como crear un huerto
en un balcón, la cantidad de formas de forjar transformaciones es infinita. Y todo
quien quiera puede sumarse a ello con lo que tenga a su alcance.
“Si no
luchas por algo, morirás por nada” es una de las más célebres frases de Malcolm
X. Ese líder autodidacta, irreverente, intransigente. Sus lúcidos discursos y
agudas opiniones todavía son recordados y admirados. Aún fascina la entrega
completa de este hombre cuyas acciones se enfocaban, sin excepción, a remover
todo lo que le resultaba urgente y necesario remover.
En este punto de inflexión en el cual
vivimos, a cada cual decidir si se sentará a seguir escuchando los masivos
anuncios de una pronta catástrofe o bien resuelve pensar, vivir, participar, obrar,
en consecuencia con la convicción de que sí se puede, aunque parezca minúsculo
e imperceptible, hacer algo extraordinario.
Valeria Matus
sábado, 10 de agosto de 2019
jueves, 1 de agosto de 2019
Como un libro
La intuición es antigua. Carecemos de palabras. Una sola
pretende nombrar algo que siempre es distinto. Amor es una. Amistad es otra. D., por ejemplo, había sido irremplazable,
y ella había amado a D., y D. se había muerto no más porque el amor no
protege. Había sido bueno saber que D. estaba en algún lugar del mundo y que,
de vez en cuando, se podía recibir una carta escrita con tinta verde que
nombraba lo que las unía, desde las cosas más triviales hasta las más
importantes, esas por las cuales una y otra estaban dispuestas a dar los días
de su vida. ¿Qué podía haber en común entre D. y L.? L. a quien comenzaba a
extrañar ni bien se cerraba la puerta. ¿O M.? Chiquillo travieso con quien
se podía ir saltando por las calles. M. de un lado. C. del otro, porque para eso
uno tiene dos brazos para llevar a los amigos y saltar los charcos. ¿Qué decir
de O.? ¿de F.? Algo raro había ahí. Algo inmenso, que no entendía del todo y que, probablemente, no tenía la menor importancia, salvo que de
pronto, lo había visto con claridad. Además de eso… que no era poco… había otra
cosa. ¿Cómo sería no enojarse, no ofenderse, no impacientarse? ¿No alejarse? ¿No
perderse de vista? ¿No separarse? ¿No olvidarse? ¿Cómo sería quedarse? Estar siempre.
Lo que dura una vida, ubicarse en un rincón. No pretender tanto. No reclamar. Encontrar la justa distancia. Y que te encuentren cuando sea necesario. Como
ella hacía con V.H., por poner un ejemplo (podría dar otros). Una vez cada tanto, ella se dirige a la
biblioteca. No se equivoca. Un día es tal libro,
otro día tal otro (depende de la preocupación, de la añoranza). Lo abre, lo
busca. Recorre una página, dos. Se queda. Conversan. Pueden estar un buen
rato ahí, conversando. Cierra el libro. Lo devuelve. Sabe que podrá volver a consultarlo, aunque no sabe si eso sucederá pronto o mucho
más tarde. Él está. El libro está. No se va. No puede ofenderse, no puede
cansarse. Y ella, nunca será para él, insoportable. Eso es bueno. Pero
hay algo mejor. Al menos eso piensa. Quizás alguna vez lo dijo
(¿alguna vez lo dijo?). Ciertos días, eso es lo que quiere ser. Como un libro. No alguien que
escribe libros sino el libro. Un libro que se pudiera consultar, con el que se pudiera conversar, cuando exista
esa necesidad.
C.
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