“(…) Ahora se muere en quinientas cincuenta y
nueve camas. En serie, naturalmente. Es evidente que, a causa de una producción
tan intensa, cada muerte individual no queda tan bien acabada. ¿Quién concede
todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie. Hasta los ricos, que
podrían sin embargo permitirse ese lujo, comienzan a hacerse descuidados e
indiferentes; el deseo de tener una muerte propia es cada vez más raro. Dentro
de poco será tan raro como una vida personal. (…) Se muere según viene la cosa,
se muere de la muerte que forma parte de la enfermedad que se sufre (Pues desde
que se conocen todas las enfermedades se sabe perfectamente que las diferentes
salidas mortales dependen de las enfermedades, y no de los hombres; y el
enfermo, por decirlo así, no tiene nada que hacer).
En los sanatorios, donde se muere
tan a gusto y con tanto agradecimiento hacia los médicos y enfermeras, se muere
habitualmente de una de las muertes asignadas al establecimiento; está muy bien
visto. Cuando se muere en casa, es natural que se escoja esa muerte cortés de
la buena sociedad, con la que en cierto modo se inaugura ya un entierro de
primera clase y toda la serie de sus admirables tradiciones. Entonces, los pobres
se paran delante de estas casas y se sacian con estos espectáculos. Su muerte
propia es, naturalmente, trivial, sin todos los requisitos (…).
Antes, se sabía –o quizás,
solamente se sospechaba– que cada cual contenía su muerte, como el fruto su
semilla. Los niños tenían una pequeña; los adultos, una grande. Las mujeres la
llevaban en su seno, los hombres en su pecho. Uno tenía su muerte, y esta
conciencia daba una dignidad singular, un silencioso orgullo”.
“La muerte de Christoph Detlev vivía ahora en
Ulsgaard (...) y hablaba a todos y exigía. Exigía ser llevada, exigía la
habitación azul; exigía el saloncito, exigía la sala grande. Exigía los perros,
exigía que se riese, que se hablase, que se jugase, que se callase y todo a la
vez. Exigía ver amigos, mujeres y muertos, y exigía morir ella misma (…) No era
la muerte de cualquier hidrópico, sino una muerte terrible e imperial que el
chambelán había llevado consigo y nutrido en él durante toda su vida (…) ¿Cómo
habría mirado el chambelán Brigge a cualquiera que le hubiese pedido morir de
una muerte distinta a aquella? Murió de su pesada muerte”.
Rainer Maria Rilke
Los Cuadernos
de Malte Laurids Brigge (Buenos Aires, Losada, 1941, pp. 30-31/34-36)