martes, 27 de agosto de 2019

Algo pequeño, algo extraordinario


En Ecuador, ocho ancianas viven solas en un caserío. Ya no quedan hombres: los maridos murieron, todos los hijos se fueron. Subsisten con la agricultura a pequeña escala que ellas mismas practican, y se niegan a salir de ahí a pesar de la insistencia de los familiares para que ellas se vayan a la ciudad. No imaginan otra vida. No se imaginan en la soledad de una urbe porque es en esa aldea justamente que no están solas. Se tienen a ellas mismas. 

En el sur de México, una escuela implementó que un día a la semana las escolares vayan a clases con su traje indígena. Las niñas son felices con su vestido blanco bordado con coloridos diseños que las identifica con sus orígenes.

En Guatemala, un grupo de mujeres ha desarrollado un proyecto para salvar las abejas y con cuya producción de miel logran hacer su ingreso.

Y así, también en ámbitos urbanos y periféricos también existen personas que buscan alguna forma de construir algo diferente: un profesor de matemáticas que difunde esa disciplina mediante juegos; un deportista que instauró campeonatos en la periferia; una mujer, que cansada de la basura, decide limpiar y embellecer su calle.

Hasta en los lugares más impensados, hay alguien haciendo algo. Algo extraordinario.

Visto de cierta manera, esto puede parecer mínimo en cuanto al territorio o número de seres humanos que afecta. Pero es inmenso en cuanto a lo que promueve: una forma distinta de ser, de convivir, de entregarse. Una manera altruista de actuar, sea en un recinto deportivo, artístico; en una sala de clases; en un barrio; o en un villorrio habitado por sólo algunas mujeres. Y si bien es cierto que, hoy, está masivamente difundida la práctica de esos “pequeños cambios diarios”, como crear un huerto en un balcón, la cantidad de formas de forjar transformaciones es infinita. Y todo quien quiera puede sumarse a ello con lo que tenga a su alcance. 

“Si no luchas por algo, morirás por nada” es una de las más célebres frases de Malcolm X. Ese líder autodidacta, irreverente, intransigente. Sus lúcidos discursos y agudas opiniones todavía son recordados y admirados. Aún fascina la entrega completa de este hombre cuyas acciones se enfocaban, sin excepción, a remover todo lo que le resultaba urgente y necesario remover. 

En este punto de inflexión en el cual vivimos, a cada cual decidir si se sentará a seguir escuchando los masivos anuncios de una pronta catástrofe o bien resuelve pensar, vivir, participar, obrar, en consecuencia con la convicción de que sí se puede, aunque parezca minúsculo e imperceptible, hacer algo extraordinario.


Valeria Matus

jueves, 1 de agosto de 2019

Como un libro

La intuición es antigua. Carecemos de palabras. Una sola pretende nombrar algo que siempre es distinto. Amor es una. Amistad es otra. D., por ejemplo, había sido irremplazable, y ella había amado a D., y D. se había muerto no más porque el amor no protege. Había sido bueno saber que D. estaba en algún lugar del mundo y que, de vez en cuando, se podía recibir una carta escrita con tinta verde que nombraba lo que las unía, desde las cosas más triviales hasta las más importantes, esas por las cuales una y otra estaban dispuestas a dar los días de su vida. ¿Qué podía haber en común entre D. y L.? L. a quien comenzaba a extrañar ni bien se cerraba la puerta. ¿O M.? Chiquillo travieso con quien se podía ir saltando por las calles. M. de un lado. C. del otro, porque para eso uno tiene dos brazos para llevar a los amigos y saltar los charcos. ¿Qué decir de O.? ¿de F.? Algo raro había ahí. Algo inmenso, que no entendía del todo y que, probablemente, no tenía la menor importancia, salvo que de pronto, lo había visto con claridad. Además de eso… que no era poco… había otra cosa. ¿Cómo sería no enojarse, no ofenderse, no impacientarse? ¿No alejarse? ¿No perderse de vista? ¿No separarse? ¿No olvidarse? ¿Cómo sería quedarse? Estar siempre. Lo que dura una vida, ubicarse en un rincón. No pretender tanto. No reclamar. Encontrar la justa distancia. Y que te encuentren cuando sea necesario. Como ella hacía con V.H., por poner un ejemplo (podría dar otros). Una vez cada tanto, ella se dirige a la biblioteca. No se equivoca. Un día es tal libro, otro día tal otro (depende de la preocupación, de la añoranza). Lo abre, lo busca. Recorre una página, dos. Se queda. Conversan. Pueden estar un buen rato ahí, conversando. Cierra el libro. Lo devuelve. Sabe que podrá volver a consultarlo, aunque no sabe si eso sucederá pronto o mucho más tarde. Él está. El libro está. No se va. No puede ofenderse, no puede cansarse. Y ella, nunca será para él, insoportable. Eso es bueno. Pero hay algo mejor. Al menos eso piensa. Quizás alguna vez lo dijo (¿alguna vez lo dijo?). Ciertos días, eso es lo que quiere ser. Como un libro. No alguien que escribe libros sino el libro. Un libro que se pudiera consultar, con el que se pudiera conversar, cuando exista esa necesidad.

C.