Apunte sobre El Patio de
los libros
Hay un poema de Raúl González Tuñón, que es además una
canción de Cedrón, y empieza así: “Entonces comprendimos que la lluvia también
era hermosa…”
Esa palabra (“Entonces”) sigue siendo un misterio. Parece
sugerir algo que ocurrió y que el poema no cuenta. Una escena anterior… que
queda afuera. Algo que fue necesario para que lo demás sucediera.
Con “El Patio de los libros” pasa parecido. ¿De qué se trata? ¿Cuándo comenzó? ¿Cuál sería el inicio? ¿Puede el patio ser inicio? ¿No es más bien cruce? ¿Algo que se encuentra en el cruce de otras historias? ¿Acontecidas? ¿Por acontecer?
Formalmente, la actividad comenzó en el año 2013 y no se
llamaba así. No tenía nombre. Era una invitación. “¿Chicas no les gustaría
venir a leer al patio?”. Una propuesta que se gestó en una casa, en
diálogo con familiares, con amigos, una docente y la bibliotecaria de una escuela.
Tiempo antes, en esa misma escuela pública de un barrio de
Buenos Aires, un padre, de profesión jardinero, había propuesto hacer un taller de jardinería con los chicos. A este padre le parecía bueno que tuvieran esa
experiencia de sembrar, de cuidar, de ver germinar. Ese año, todos los niños del
grado plantaron tomates cherry y luego se llevaron la plantita a su casa.
Ese sería otro comienzo, la germinación de una idea junto con
los tomates: Entonces… se puede.
Distintas experiencias pedagógicas alentaron esa idea. También
experiencias familiares: otros, otras, en momentos cruciales de su historia,
habían encontrado refugio en los libros –y también fuera de ellos, en la poesía,
que uno puede aprender y llevarse consigo, por esa característica que tiene la
poesía de ser transportable, de ser pasajero clandestino todas las veces que
sea necesario. Y así, experiencias y pensamientos de otros, conocidos, reconocidos
y desconocidos, fueron nutriendo los propios.
¿Por qué las madres
solo leemos a nuestros hijos? ¿Por qué ciertos gestos solo son concebibles
en un espacio familiar? ¿Se puede tender puentes? ¿Abrir puertas? ¿Investigar
espacios? ¿Explorar nuevos/viejos territorios?
Y en otro ámbito, o en el mismo:
¿Es cierto que, todo el
tiempo, la escuela te pide cosas que la escuela no te da? Los chicos que tienen
libros en sus casas, que tienen familias lectoras, ¿llegan a la escuela con
ventajas en relación a los requerimientos que se les hará? ¿Está la escuela en
condiciones de revertir esa desigualdad inicial? ¿Y cómo se relaciona esa
desigualdad con todas las otras desigualdades que nos aquejan?
Con estas y otras preguntas en mente, la propuesta consistió
en trasladar un gesto materno, paterno, íntimo, familiar.
Un primer taller se hizo entre los años 2013 y 2016. Cada vez
que hubo que interrumpirlo, alguna de las chicas que concurría pedía retomar. Eso
fue lo más alentador. Tras una larga interrupción, se renovó la propuesta en el
año 2019. Se renovó diferente con el aporte de una docente que trabajaba en la
misma escuela donde antes se había conversado el proyecto. Se
le dio un nombre y, aunque nadie lo dijo en estos términos, se repensó, también,
la invitación.
Yo te leo, y no me
importa que no nos conozcamos todavía. Yo te leo, y es por gusto. Amo los
libros y pienso que vos también podrías amarlos. Te propongo que exploremos
juntos. Yo te leo y no te pido nada a cambio. No califico tu escucha. No te
pongo nota. Pero me gustaría que te llevaras el libro, el cuento, la poesía, acá…
o en algún bolsillo de contrabando.
El patio de los libros es eso, un patio dentro de una casa.
En esa casa vive una familia. Y en ese patio, como su nombre indica, hay libros.
Y hay una parra que hoy está al cuidado de los chicos. Una parra que años atrás
plantó un padre jardinero a iniciativa del hombre que le puso música al poema
de Tuñón y que sabe cantar una canción llamada Puerta abierta.
El patio es también un taller realizado por dos personas. Laura, que es docente, y yo, que tengo varios oficios. Participan en
el armado, los demás habitantes de la casa, y amigos y amigos de
amigos. Eso ha sido una de las novedades del año 2019, la colaboración de
muchos.
El taller es gratuito (no fue pensado como actividad profesional).
Lo precede una merienda hecha con los aportes de las familias. Sin entrar en detalles,
se puede decir y… es cierto… que los chicos no se aburren… no se quieren ir
cuando termina la actividad, piden más días, han desarrollado en pocos meses un
extraordinario vínculo. Y uno de ellos es capaz de decir que NO es bueno que
haya vacaciones porque “los libros necesitan a los niños”.
Es un grupo pequeño. Este año, seis chicos. Sobre este tema
todavía hay mucho para pensar. Por lo pronto, todo parece indicar que la experiencia ha sido buena porque es acotada, familiar. Nada impide seguir armando pequeños grupos. Más allá del patio, sabemos que en muchos lugares se hacen experiencias con y sin libros que generan y fortalecen vínculos. Ocurren desde hace décadas en otros lados. Lo sepamos o no. Nos lo cuenten
o no. Y es un tema saber si hay que contarlo y para qué. Pero de todas las
cosas que cabe seguir pensando, la que hoy se quisiera dejar al cuidado del
lector es este asunto de la casa. La posibilidad de abrirla. De promover
espacios intermedios, alternativos para compartir saberes. Cada cual sus saberes. Y uno podría pensar que en tal barrio, tal casa tuviera un taller de música,
y otra, uno de jardinería, uno de carpintería, de panadería (de plástica, de
encuadernación, de hacer juguetes o de costura...). Sin olvidar el taller de
reparación de bicicletas que, según hemos sabido, hubo alguna vez en la terraza, subiendo por la escalera del patio, pasando la cocina.
Antonia