domingo, 22 de marzo de 2020

Sentados al borde de un universo desfondado


Pero ni tan pasivos, ni mucho menos inactivos. Mientras las pantallas arden en estado de psicosis, y muchos se vanaglorian de sus actitudes insolidarias y soberbias (con décadas de estaño encima, Marucho Maestre solía decir que “Si los boludos volaran, no se vería el cielo”), son mayoría los que buscan eludir aquello que Defoe retratara como el mayor de los peligros en su “Diario del año de la peste”: “Nadie puede explicar el efecto del miedo cuando se apodera del espíritu”.

Hay una resistencia extraordinaria que consiste en vincularse a todo lo que se ama, en manifestar deseos de concretar encuentros postergados, en compartir lo que se adora y que se cree que puede hacer bien a otros, en llamarse y verse aunque más no sea a través de pantallas no contaminadas por la cultura de la mortificación, en acercarse de todas las maneras posibles a los demás procurando una emoción plena de miramiento y cobijo. En recibir y brindar ternura.

Todo ello confirma, una vez más, que la vida es mucho, pero muchísimo más que las miserias de los miserables, y las canalladas de los canallas. Nuestras vidas son -también- ese silencio que planea sobre buena parte de estos días llenos de incertidumbre y zozobra, y en cuyo lento palpitar es posible advertir una suerte de inconsciente colectivo reflexionando al unísono acerca del sentido de la existencia, y haciendo planes para volver a tener un horizonte digno cuando la pesadilla pase.

Con esto no quiero decir que de la pandemia saldremos mejores de lo que entramos, ni augurar otros pronósticos de verificación improbable. Prefiero pensar, recordando a Gelman, que al borde del precipicio:

“Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido”.

La mirada profética le cabe, más que a nadie, a los poetas, porque ellos sí son capaces de visionar los aspectos contradictorios de la siempre desprolija realidad: estarán quienes olviden, pero también serán muchos los que saldrán inmunizados del virus del aislamiento como condena de un mundo entendido como laboratorio, y como experimentación perpetua sobre los cuerpos y las subjetividades.

Y ésta es la dimensión política de esta vaina tan compleja. Acá está en juego mucho, sino todo lo relativo al espíritu humano, a su capacidad de recrearse y generar una vida enraizada en valores que no sean los del mercado y el consumo. Es una encrucijada vital, pero también cultural. Y de aquí “nadie sale sin su arañazo en la conciencia”.

  
Carlos Semorile