Pero
ni tan pasivos, ni mucho menos inactivos. Mientras las pantallas arden en
estado de psicosis, y muchos se vanaglorian de sus actitudes insolidarias y
soberbias (con décadas de estaño encima, Marucho Maestre solía decir que “Si los boludos volaran, no se vería el
cielo”), son mayoría los que buscan eludir aquello que Defoe retratara como
el mayor de los peligros en su “Diario del año de la peste”: “Nadie puede explicar el efecto del miedo
cuando se apodera del espíritu”.
Hay
una resistencia extraordinaria que consiste en vincularse a todo lo que se ama,
en manifestar deseos de concretar encuentros postergados, en compartir lo que
se adora y que se cree que puede hacer bien a otros, en llamarse y verse aunque
más no sea a través de pantallas no contaminadas por la cultura de la
mortificación, en acercarse de todas las maneras posibles a los demás
procurando una emoción plena de miramiento y cobijo. En recibir y brindar
ternura.
Todo
ello confirma, una vez más, que la vida es mucho, pero muchísimo más que las miserias de los
miserables, y las canalladas de los canallas. Nuestras vidas son -también- ese
silencio que planea sobre buena parte de estos días llenos de incertidumbre y
zozobra, y en cuyo lento palpitar es posible advertir una suerte de
inconsciente colectivo reflexionando al unísono acerca del sentido de la
existencia, y haciendo planes para volver a tener un horizonte digno cuando la
pesadilla pase.
Con
esto no quiero decir que de la pandemia saldremos mejores de lo que entramos,
ni augurar otros pronósticos de verificación improbable. Prefiero pensar, recordando
a Gelman, que al borde del precipicio:
“Hay que aprender a resistir.
Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido”.
La
mirada profética le cabe, más que a nadie, a los poetas, porque ellos sí son
capaces de visionar los aspectos contradictorios de la siempre desprolija
realidad: estarán quienes olviden, pero también serán muchos los que saldrán
inmunizados del virus del aislamiento como condena de un mundo entendido como
laboratorio, y como experimentación perpetua sobre los cuerpos y las
subjetividades.
Y
ésta es la dimensión política de esta vaina tan compleja. Acá está en juego
mucho, sino todo lo relativo al espíritu humano, a su capacidad de recrearse y
generar una vida enraizada en valores que no sean los del mercado y el consumo.
Es una encrucijada vital, pero también cultural. Y de aquí “nadie sale sin su arañazo en la conciencia”.
Carlos Semorile