sábado, 21 de mayo de 2022

"La vida juega conmigo a un eterno escondite..."

A Luise Kautsky

(…)

¡Escríbanme! Mis ideas están con el Sindicato minero del Rin y Westfalia; mi corazón, junto a usted en Holanda.

Suya siempre y siempre incorregiblemente feliz,

 Rosa

 

24.

 

(Sin fecha. Zwichau, 1904) 

Muchas gracias mi queridísima, por el retrato de Carlos con su encantadora dedicatoria. El retrato es magnífico, la primera imagen suya realmente buena que veo. Los ojos, la expresión, todo magnífico. (¡Pero esta corbata, esta corbata, con su hormigueo de lunares blancos que fascinan literalmente la vista! Esta corbata bastaría para justificar el divorcio. ¡Sí, sí, así somos las mujeres! Por sublime que sea su espíritu, en lo primero que nos fijamos es en la corbata.). Sí, este retrato me gusta mucho. Ayer recibí carta de la abuela; me escribe muy cariñosa, queriendo fortalecer mi moral, pero sin acertar a disimular, la pobre, su propria depresión. Salúdala muy cordialmente en mi nombre; espero que habrá recobrado ya su buen humor; aquí, al menos, hace un tiempo hermosísimo. No obstante, me parece que el mundo anda un poco desquiciado desde que yo no estoy ahí. ¿Es cierto lo que leí en el “Tageblatt”? ¿Ha demitido Franciscus [Franz Mehring]? ¡Pero esto sería una debacle, un triunfo para todo el quinto estado! ¿No hubo modo de evitarlo? Esto me ha afectado y abatido de verdad. Y, encima, no me das ningún detalle, ¡eres horrible!

Anochece; una brisa suave entra por el tragaluz de mi celda, agita dulcemente mi pantalla verde y hojea delicadamente el tomo abierto de Schiller. Fuera, cruza delante de la cárcel un caballo que vuelve a su cuadra lentamente, y sus cascos golpean el empedrado despacio y rítmicamente, en la paz de la noche. De lejos llegan, apenas perceptibles, las notas caprichosas de una harmónica con la que algún aprendiz de zapatero, de paso descuidado, sopla un vals. Una estrofa que he leído hace poco no sé dónde aflora en mi memoria: “Recostado entre colinas – tu jardincito apacible  en que rosas y claveles – esperan ya a tu amada – Recostado entre colinas – tu jardincito apacible…” No llego a comprender el alcance de estas palabras, ni sé siquiera si tienen alguno, pero, asociadas a la brisa que me acaricia el pelo, me mecen y dan a mi ánimo una rara nostalgia. Esta brisa traidora, me llama de nuevo a los lejos –ni yo misma sé dónde. La vida juega conmigo a un eterno escondite. Siempre me parece que no está en mí, ni donde yo estoy, sino en algún sitio lejano. En otro tiempo, allá en casa, me deslizaba al amanecer hasta la ventana –¡Oh! Nos estaba severamente prohibido levantarnos antes que nuestro padre – la abría despacito y miraba hacia afuera, hacia el gran patio. Seguramente que no había gran cosa que ver allí. Todo dormía aún; un gato cruzaba el patio con su paso aterciopelado, dos gorriones se peleaban chillando descaradamente, y el corpulento Antonio, metido en su zamarra corta, que usaba lo mismo en verano que en invierno, estaba plantado junto a la bomba, con las dos manos y la barbilla apoyadas en el mango de la escoba, y un profundo aire de meditación en su cara adormecida y sin lavar. Porque aquel Antonio era hombre de tendencias elevadas. Todas las noches, después de cerrar la puerta cochera, se acomodaba en el banco del vestíbulo que le servía de lecho, y deletreaba en voz alta, a la luz incierta del farol, la “Gaceta de Policía”, publicación oficial, y su voz resonaba por toda la casa como una letanía ininteligible. En aquellas lecturas sólo le movía un amor desinteresado por la literatura; no entendía ni una jota de lo que leía, pero le gustaban las letras como tales letras y nada más. Lo cual no quiere decir que fuera un hombre fácil de contentar. Cuando un día le presté, a su instancia, “Los orígenes de la civilización”, de Lubbock, que acababa yo de empezar a leer con ardiente fervor, pues era mi primer libro “serio” – me lo devolvió al cabo de dos días diciendo que aquel libro “no valía nada”. Yo necesité muchos años para comprender cuánta razón tenía Antonio. Este Antonio empezaba siempre su jornada sumiéndose por algún tiempo en profundas meditaciones, de las que salía sin transición, indefectiblemente, con un enérgico, estrepitoso y estremecedor bostezo, y este bostezo libertador significaba siempre: ¡Ahora, a trabajar! Todavía me parece oír el ruido del chasquido que producía Antonio pasando al sesgo su escoba húmeda sobre el suelo, cuidando a la vez, por refinamiento estético, de describir en los bordes graciosos festones regulares que hubieran podido pasar por un delicado encaje de Bruselas. La gracia con que barría el patio era todo un poema. Era también el más hermoso instante del día, antes de despertarse la vida oscura, estrepitosa, ruda, machacona, de la gran casa de vecindad. La augusta calma de la hora matinal se derramaba sobre la vulgaridad del suelo; arriba, en los cristales, chispeaban los primeros oros del sol naciente y, más arriba aún, flotaban nubecillas vaporosas, sonrosadas, antes de disolverse en el cielo gris de la ciudad. Por entonces, yo creía firmemente que la “vida”, la “verdadera” vida estaba en algún sitio muy apartado, no sabía dónde, lejos, del otro lado de los tejados. Desde entonces, no he cesado de buscarla. Pero no logro darle alcance, pues siempre se esconde detrás de algún nuevo tejado. En fin de cuentas, todo fue una burla cruel para conmigo, ya que la verdadera vida se quedó precisamente allí, en aquel patio en que, por vez primera, leí con Antonio “Los orígenes de la civilización.

Os abraza cordialmente,

 Rosseta

 

Cartas de la prisión, Rosa Luxemburgo, Madrid, Cenit, 1931, pp. 60-63