viernes, 30 de junio de 2023

A los luchadores...

 

A los luchadores, en nuestro país, en otros países también, no los instituyó la dictadura. La relación es exactamente inversa. Es porque hubo luchadores que algunos se propusieron destruirlos, y destruir lo que venían construyendo, mediante una dictadura. Desde mucho antes había habido cuestionamiento y organización frente a las distintas formas en que se manifestaban los abusos y la violencia de Estado. Lo que tampoco fue propio de nuestro país. 

Así, antes de ser aplastada, la Comuna fue… ¿Qué fue la Comuna? Una lucha. Una rebelión. Un gobierno. Un intento de ser gobierno. Un anhelo de sociedad igualitaria. Una formidable experiencia de lucha codo a codo donde el protagónico sigue siendo anónimo aunque algunas personas sobresalgan por sus obras. El periodista Lissagaray, por ejemplo, su Historia de la Comuna de 1871 y su epígrafe “para que se sepa” (“pour qu’on sache”). Louise Michel, combatiente, escritora, cada una de sus obras, incluyendo su obra educativa. Ahora bien, ¿para que se sepa qué? No sólo cómo se aplastó la Comuna sino, primero, cómo se levantó y de qué se nutría “la más alta marea del siglo, la más sorprendente manifestación de esa fuerza popular que toma la Bastilla…”. Historia larga entonces de una Revolución que persiste. Mirada panorámica de Lissagaray que también hace foco ahí: “¿de dónde salieron los desconocidos del 18 de marzo de 1871? ¿Quién provocó esa jornada? ¿Qué hizo el comité central? ¿Qué fue la Comuna? (…)”. En esa Historia es imposible disociar la masacre de los hechos previos. Importa saber qué es lo que se aplasta, qué es lo se destruye, qué es lo que se derroca, lo que se impide, lo que se persigue, lo que se fusila, lo que queda proscrito. Por eso, decir “¿quiénes eran?” no es solo conocer luchadores por sus nombres (aunque amemos esos nombres), ni por sus oficios, ni por sus edades, ni por su género, ni por las condiciones particulares de su asesinato, cuando hubo asesinato, sino también por sus motivos. ¿O no son los motivos los que hacen a quienes luchan? ¿Sus razones? ¿Sus indignaciones? ¿Lo que no se está dispuesto a aceptar? ¿Lo que por el contrario resulta necesario? ¿Urgente?

Hace unos días se supo que una estatua rendirá homenaje en París a una figura sobresaliente de la Comuna. Ignoro si eso puede o no participar a un mejor conocimiento de lo que ahí estuvo en juego. Pero sobre todo: de lo que sigue estando en juego. Porque los motivos que llevaron a esas mujeres y a esos hombres a sublevarse siguen vigentes. Con o sin estatua. Incluso, y aunque pese, con o sin memoria. ¿Memoria de qué? ¿Del crimen? ¿O de la lucha? ¿Es posible separarlos? Es posible. En Chile se hace a diario. Miradas de muy cerca, ciertas políticas rotuladas “de memoria” pueden ser abordadas como políticas “de olvido”. Lo son todas las veces que desconocemos a nuestros luchadores y los motivos que ellas y ellos tuvieron de trabajar en pos de una sociedad radicalmente diferente a la que hoy tenemos. La misma sociedad que tolera la máxima injusticia, tolera ciertas conmemoraciones. No todas. Sin embargo, es preciso recordar (¿es preciso recordar?) que, en ese entonces, en ese pasado anterior, viejo de 51 años, y de ahí para atrás, se luchaba fundamentalmente contra la pobreza, esa forma de violencia constante, ininterrumpida, que todos los regímenes políticos parecen poder tolerar, cuando no la propician abiertamente; se luchaba contra el hambre, contra el frío, la falta de techo, la falta de acceso a la salud, todos los derechos básicos tan duramente conquistados siempre avasallados. O si se prefiere: se luchaba a favor de condiciones dignas de vida, a favor de mayor y mejor educación, a favor de otro tipo de relaciones entre las personas, menos egoísmo, más cooperación, más solidaridad. A favor de la igualdad porque todas y todos somos igualmente merecedores de vivir y de vivir bien. Aunque las palabras fueran otras.

¿Qué sentido puede tener elevar estatuas, incluso a luchadores, cuando nada de lo que defendieron con sus vidas, parece haber sido siquiera escuchado? ¿No era aquello, lo que vinieron precisamente a decir, lo que había que atender? Sin duda hay quienes lo hacen. Lo intentan con todas sus fuerzas. Que nadie nunca les levante una estatua. Así se trabaja mejor.

 

 

Antonia García Castro

 

lunes, 19 de junio de 2023

Sucedió en el barrio

El 16 de junio de 2023 se colocó una placa en el Polideportivo Pomar (Floresta) con el nombre de Enrique Lifschitz. Reproducimos las palabras de Mariana, hija de Enrique, directora de Vínculos vecinales, diario que nos permite habitar el barrio conociendo del otro lo que más (le) importa.  

 

Enrique repartiendo el Vínculos...  - septiembre 2011

¿Cuál es el sentido de los homenajes a quienes ya no están? ¿Para qué recordar su historia? Yo creo que es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos. Algo de lo que hizo esa persona nos vibra en el presente y nos sirve para pensar lo que estamos haciendo ahora.

En mi caso, cuando falleció mi papá y tomé la posta de hacer el periódico Vínculos Vecinales, descubrí la increíble cantidad de cosas que pasan entre las personas que viven a unas cuadras unas de otras, los lazos que se tejen gracias a los vecinos y vecinas que miran a su alrededor y deciden poner en marcha… algo compartido.

Silvia y Elvira acompañan a las “Madres del dolor”; Nicolás y Gastón son parte del grupo que revivió la huerta comunitaria de la plaza del Corralón; toda la Asamblea de Floresta cuida esa plaza, organiza charlas; Antonia y Laura invitan a les chiques del barrio a entrar a su “patio de los libros”; Guillermina, Matías y Alejandra junto a muchos otros vecinos redactaron un proyecto de ley y se movilizaron para reclamar que Villa Santa Rita tenga una plaza; Violeta y Andrea juntan cuadraditos de lana tejida para armar mantas que luego entregan a organizaciones que asisten a personas en situación de calle; como “Ser con Vos”, cuyos referentes Claudia y Gabriel viven haciendo de todo para reconfortarles un poco la vida a estos vecinos; y la lista sigue, dirigentes y profes en los clubes, en las escuelas las y los docentes, las familias que sostienen las cooperadoras; los médicos y médicas en los cesac y hospitales; hay tantas historias de gente que habita el barrio con amor al prójimo, con ganas de hacer más feliz esta vida compartida, que harían falta cientos de periodistas barriales para contarlas todas.

Enrique era uno de esos. Le corría en la sangre unas ganas imparables de salir a la vereda para conversar con cada uno y cada una que tuviera algo de ese impulso vital. Y de hecho, lo hacía. Al día de hoy todavía me cruzo con gente que me cuenta las charlas que tenía con mi papá. “Él siempre tenía esa sonrisa”, me dicen.

Fue entre los gobiernos de Aramburu y Frondizi, con el peronismo proscripto, cuando se inició la épica vecinal que llevó a la construcción del Poli. Transpórtense al año 1958. Las tensiones que habría. Los miedos. Las ilusiones. Ya habían pasado los dos gobiernos de Perón y el bombardeo a Plaza de Mayo.

Los mayores nos cuentan sobre las divisiones de la sociedad en aquella época. Sin embargo, mi viejo en su relato habla de una lucha que los unía. También cuenta las peleas, las traiciones, no era idílico ese pasado. Pero había una idea de “bien común” compartida. Nadie dudaba que el barrio merecía que esas dos manzanas se conviertan en una plaza y un polideportivo, que era trabajo del Estado hacerlo y que ese espacio tenía que ser público y gratuito, para disfrute de todos.

Esa idea de bien común de la que en ese pasado cercano nadie dudaba es el legado que, creo yo, nos viene bien apropiarnos, divulgar, fortalecer en este presente.

Educación, deporte, cultura, arte, esparcimiento, salud, espacios verdes, para todos y todas, públicos, gratuitos y de calidad. Eso es, entre otras cosas, el bien común. Por esas cosas se unían y luchaban los vecinos entonces, por esas cosas siempre tendremos que luchar, sea para obtenerlas, sea para cuidarlas si ya las tenemos.

Gracias Fernando Moya y Claudio Morresi por hacer posible este encuentro en el que recuperamos para la memoria de todo el barrio, el legado de Enrique Lifschitz.

 

Mariana Lifschitz

viernes, 16 de junio de 2023

Derecho a andar lento

El hecho es breve. Sucedió hace unos años en el barrio. Caminábamos. Ellas, las nenas, y yo. En la prolongación de una lectura que habíamos hecho en el patio, comentamos lo lindo que resulta a veces levantar la cabeza, mirar hacia arriba. “Eso nunca puedo hacerlo” acotó Luján, 7 años. Y explicó que ella, cuando iba por la calle con su mamá, siempre tenía que caminar tan rápido que solo podía mirar el suelo. Es cosa de probar y darse cuenta. No hay forma de mirar el cielo (Rosa) si uno va caminando a toda velocidad porque el trabajo no espera, porque se puede perder el trabajo y sin embargo también es necesario no dejar a los hijos en la escuela. Todas las cosas parecen tener un horario asignado. ¿Todas las cosas? ¿Cuándo sería la hora de simplemente mirar? (Rosa, tú lo hacías cuando todos dormían, asomada a la ventana que daba a tu patio). De los derechos fundamentales no escritos aún: tengo derecho a andar lento de la mano de mi mamá y a levantar la cabeza si quiero. Y nadie, sea mamá o papá, debería perder su trabajo por eso.

 

A.