jueves, 27 de septiembre de 2012

La niña de mis ojos



Dejo un poco a lo bruto un testimonio sobre estos asuntos de cómo se miran los hechos o de las varias lecturas que puede tener un hecho.

Fue así. Hoy iba de la mano con mi hija de 6 años por un barrio de Buenos Aires que no es ni el más pobre, ni el más rico, ni el más esto ni lo otro. Un barrio de arbolitos, pajaritos, relativamente comercial y que tiene varias ventajas comparativas, como se dice, entre esas que las cacerolas permanecen por lo general en las cocinas a lo largo del año.  Al llegar a cierta esquina bastante transitada veo lo siguiente. Nótese que dije “veo”, no escucho, porque el ruido en esa esquina es muy fuerte. Veo, en la vereda de enfrente, un hombre con un montón de cajones de frutas desparramadas. Son frutillas. Y veo a otro hombre con dedo amenazante que se aleja.  Sigo mi camino mirando al que se aleja. No entiendo totalmente la escena pero en algún punto la entiendo y no escucho a mi hija que se enoja conmigo, pero es que cerca del pelao (es un pelao) hay un niño y el niño llora y una mujer trata de calmar al hombre. (Horas después me voy a acordar de Chaplin. Porque es muy llamativo. Pareciera que Chaplin hizo obra futurista además de todo. Es tal el bullicio de las ciudades que una escena así puede ser muda hasta el metro de distancia). Bueno, en eso le explico a mi hija que pareciera que hay un problema pero que viene un policía y que debe ser para arreglar el asunto (oh… candidez…). El policía viene y saluda de beso al pelao… Termino de captar la escena y atravieso la calle. Se han juntado varias personas con gestos típicos de “yo sé”, “yo vi todo”. Tres de ellas están recogiendo las frutillas. Me arrimo y pregunto si puedo ayudar, me dicen que sí. Luego otra y otra y otra. De pronto hay un montón de gente recogiendo frutillas. Entre frutilla y frutilla, me voy enterando. El pelao vende fruta del lado de allá del kiosco (de periódicos) y se enojó con este de acá que estaba ofreciendo una promoción de frutillas. Vino y le tiró toda la mercadería al suelo, toda, todos los cajones que son unos diez, los desparramó. Una señora dice que fue a hablar con el cana “pero ese cana es un coimero, se alzó de hombros y me dijo ‘yo no vi nada’, imaginate, como si uno fuera más que el otro ¡si los dos venden en la calle!... y la calle no es de nadie”. Y cuando todas las frutillas estuvieron en sus cajones, una vieja preguntó: ¿a cuánto está el kilo? Y tras ella todas las mujeres preguntaron lo mismo (es un hecho que eran todas mujeres salvo el vendedor, un hombre bajo, muy delgado, entre 40 y 50 años que no era precisamente un galán).

Mi hija me preguntó luego con la bolsita de frutillas en la mano si era cierto que la fruta la había tirado un borracho (es que hubo varias versiones). Le aclaré que no, que no era un borracho, que era otro vendedor que no quería que… etc. Y la conclusión de esta hija después de que las circunstancias fueran aclaradas fue la siguiente:  

¿qué buena es la gente, no mamá? Viste cómo todos ayudaron…

Por eso cuento la historia en este espacio. No por la mano que arrojó. Sino por la que recogió (que no era una). Y por los ojos.


Cándida