Dejo un poco a lo bruto un testimonio
sobre estos asuntos de cómo se miran los hechos o de las varias lecturas que
puede tener un hecho.
Fue así. Hoy iba de la mano con
mi hija de 6 años por un barrio de Buenos Aires que no es ni el más pobre, ni
el más rico, ni el más esto ni lo otro. Un barrio de arbolitos, pajaritos,
relativamente comercial y que tiene varias ventajas comparativas, como se dice,
entre esas que las cacerolas permanecen por lo general en las cocinas a lo
largo del año. Al llegar a cierta
esquina bastante transitada veo lo siguiente. Nótese que dije “veo”, no
escucho, porque el ruido en esa esquina es muy fuerte. Veo, en la vereda de
enfrente, un hombre con un montón de cajones de frutas desparramadas. Son
frutillas. Y veo a otro hombre con dedo amenazante que se aleja. Sigo mi camino mirando al que se aleja. No
entiendo totalmente la escena pero en algún punto la entiendo y no escucho a mi
hija que se enoja conmigo, pero es que cerca del pelao (es un pelao) hay un
niño y el niño llora y una mujer trata de calmar al hombre. (Horas después me
voy a acordar de Chaplin. Porque es muy llamativo. Pareciera que Chaplin hizo
obra futurista además de todo. Es tal el bullicio de las ciudades que una
escena así puede ser muda hasta el metro de distancia). Bueno, en eso le
explico a mi hija que pareciera que hay un problema pero que viene un policía y
que debe ser para arreglar el asunto (oh… candidez…). El policía viene y saluda
de beso al pelao… Termino de captar la escena y atravieso la calle. Se han
juntado varias personas con gestos típicos de “yo sé”, “yo vi todo”. Tres de
ellas están recogiendo las frutillas. Me arrimo y pregunto si puedo ayudar, me
dicen que sí. Luego otra y otra y otra. De pronto hay un montón de gente
recogiendo frutillas. Entre frutilla y frutilla, me voy enterando. El pelao vende
fruta del lado de allá del kiosco (de periódicos) y se enojó con este de acá
que estaba ofreciendo una promoción de frutillas. Vino y le tiró toda la
mercadería al suelo, toda, todos los cajones que son unos diez, los desparramó.
Una señora dice que fue a hablar con el cana “pero ese cana es un coimero, se
alzó de hombros y me dijo ‘yo no vi nada’, imaginate, como si uno fuera más que
el otro ¡si los dos venden en la calle!... y la calle no es de nadie”. Y cuando
todas las frutillas estuvieron en sus cajones, una vieja preguntó: ¿a cuánto
está el kilo? Y tras ella todas las mujeres preguntaron lo mismo (es un hecho
que eran todas mujeres salvo el vendedor, un hombre bajo, muy delgado, entre 40
y 50 años que no era precisamente un galán).
Mi hija me preguntó luego con la
bolsita de frutillas en la mano si era cierto que la fruta la había tirado un
borracho (es que hubo varias versiones). Le aclaré que no, que no era un
borracho, que era otro vendedor que no quería que… etc. Y la conclusión de esta
hija después de que las circunstancias fueran aclaradas fue la siguiente:
¿qué
buena es la gente, no mamá? Viste cómo todos ayudaron…
Por eso cuento la historia en
este espacio. No por la mano que arrojó. Sino por la que recogió (que no era
una). Y por los ojos.
Cándida