martes, 11 de septiembre de 2012

Las grandes alamedas

Hoy es 11 de septiembre y antes de que la tele nos imponga su agenda de camiones hidrantes y jóvenes apaleados en las calles de Santiago, quisiera evocar otras imágenes de aquel pueblo y de su amor en las grandes alamedas. Tampoco en aquellos años de la Unidad Popular era fácil llegar hasta la Moneda. Las marchas debían sortear las emboscadas de los “pijecitos” de Patria y Libertad, sus cadenazos si lograban acercarse, e inclusive algunos disparos a la distancia. Para evitar los católicos predios universitarios y a sus francotiradores confesionales, las multitudes hacían un rodeo de varias cuadras y, aunque resulte inverosímil, mantenían el humor intacto. Con esa misma alegría, las columnas avanzaban hacia la segunda encerrona, avenida arriba, a recibir los huevazos que llovían desde los edificios paquetes. Sólo que esta vez la cosa era menos despareja: los trabajadores, particularmente los mineros, revoleaban piedras como respuesta, y a nuestro paso iba quedando un reguero de ventanales rotos y cogotudos indignados. Siendo apenas un niño, me sentía protegido por la destreza de nuestros “arqueros”, pero todavía más por la franqueza de sus sonrisas aún en el fragor del enfrentamiento. No olvidaré nunca que de las bocas de aquellos hombres rudos salían tantas consignas como piropos, y que las muchachas caminaban envueltas en banderas y requiebros. Luego, la trabajosa llegada a la plaza, el flamear de las banderas, el cántico acompasado y una voz inconfundible que se derrama sobre las conciencias que fueron hasta ahí a escucharla, a escucharse. Parafraseando a Silvio, podría decir que en una sola marcha cabe el mundo, que una sola de aquellas manifestaciones alcanzaba para comprender lo más sustantivo y rescatable del entramado social. Ese desplazarnos en grupos por las calles, como si fuéramos pequeñas aldeas recién amanecidas, aquella ternura en las ayudas necesarias y en cada gesto espontáneo hacia el semejante, la comunicación horizontal sin respetar ni clases ni estamentos, el abrazo de las parejas, los abrazos de los camaradas. Y la gran marea humana de las cosas de todos: los ideales compartidos, la emergencia de un líder, los símbolos del común destino, la fraternidad sobre la tierra y la felicidad en los parques. Los rostros hermanos y el fulgor divino en las miradas. La supremacía del amor. 


Carlos Semorile