Nos disponemos a ver “Infancia
clandestina” y mi compañera va preparando una pila de pañuelos descartables,
con fundado temor de que no le alcancen. Se trata, valga la paradoja, de una
película brillante sobre nuestros años más oscuros. Ya su sólo título me
resulta un hallazgo, que luego la cinta refrenda con creces. Es uno de esos
relatos que retratan la
Historia porque cuenta las historias de muchos que vivieron
situaciones similares, y que se acercan a Benjamín Ávila para agradecerle que
su film refleje aquellas infancias clandestinas que algunos atravesamos.
¿En qué consiste la clandestinidad para
un niño? En principio, y aún sin un marco represivo alrededor, una parte de la
niñez consiste en resguardar algunas vivencias de la mirada de los adultos.
Pero si esa es la disposición natural de las cosas, la clandestinidad obliga a
derribar esta separación entre mayores y niños porque los primeros, en atención
a las leyes de la supervivencia, se ven obligados a enterar -y entrenar- a los
segundos de y en las modalidades de su mundo. Tarde o temprano, esto iba a
pasar, pero la clandestinidad, o a veces la propia militancia de los padres,
adelanta los tiempos y el niño se ve compelido a madurar antes de tiempo. ¿Es
esto malo en sí mismo? No lo creo, pese a lo que digan los fundamentalistas de
la niñez como territorio idílico e incorrupto. El niño, pese a todo, sigue
conservando aquellos secretos que los adultos desconocen y que a veces, como
bien muestra la película, pueden poner en peligro al conjunto. Fuera de eso, la
clandestinidad se entiende tan bien como los colores del semáforo: ha sido
explicada amorosamente, y ha sido recibida, desde ya que no con contento, pero
sí con una seriedad que no es ajena al universo de los pibes. Uno de los grandes
méritos de Benjamín Ávila pasa justamente por aquí: ese botija está integrado
al mundo de sus mayores al punto de desear saber más del mismo -no menos, como
se podría pensar-, y a la vez busca integrarse entre sus pares (los cuales,
ay!, no tienen esa gimnasia de ir y venir atravesando las aduanas entre la
niñez y la adultez).
En este punto, puedo sumarme al coro de
los agradecidos, porque también fui ese niño que participaba como uno más de
las reuniones de los adultos (o que las espiaba o escuchaba cuando no se podía
estar). Y también, obvio, anduve haciendo migas entre caras desconocidas. Claro
que hay un dolor en ello, pero este no deviene tanto de la clandestinidad -que,
insisto, se comprende- como de la pérdida de lo que se ha debido dejar atrás. Sin
embargo… en la nueva ciudad, en la escuela ajena, en el barrio nuevo, puede
aparecer ese amor inesperado que -lo diremos con una fórmula arriesgada- nos
estaba esperando. Digo, pues, que “la gracia” puede alcanzarnos. Y evoco,
entonces, a Patricia Flores, chilena, alumna de una escuela tradicional y
“momia” de los barrios altos de Santiago, una muy bella niña que compartía
conmigo “la engorrosa vida de los tímidos”. La timidez es una suerte de cruelísima
clandestinidad, y ambos quedamos absortos en una fascinación entre extraños que
no supimos decirnos quiénes éramos en realidad. Te lo digo ahora, dulce
Patricia: yo era, como Ernesto, un niño clandestino que te amaba a la distancia
como se adoran los amores sin destino.
Carlos Semorile