“…El ciego sol, la sed y la
fatiga…”, decían los versos escuchados tantas veces a Lucho, en esas tardes
domingueras cuando iba a casa o salíamos a la Quinta Normal en los
paseos de hombre separado con hijos. Eran los versos de Castilla de Manuel
Machado, que ni por el franquismo del
autor, habían sido desterrados de su
poemario preferido.
“Por la terrible estepa
castellana”... me vino a la mente esa mañana de diciembre de 1973, cuando el
calor subía desde la tierra y esperábamos que los guardias militares revisaran
nuestras carteras y bultos, en la entrada al campo de prisioneros de Chacabuco.
La iglesia, la Filarmónica, el
teatro, casas alineadas en callejones, torres de vigilancia con personal
armado. El todo rodeado de alambrada de púas. Luego sabríamos que además, había
sido rodeado de minas anti-personales. El
ingreso al teatro que brillaba de limpito, con sus tablas anchas, hermosas y
lustradas. Al frente, limpio también, e
inútil, el escenario. La escena estaba ahora en la platea. Bancas largas,
perfectamente ordenadas donde se sentarían unos cinco prisioneros y sus
respectivas visitas, flanqueados por un conscripto en cada cabeza. No fuera que
se hablara más de lo debido.
Las bambalinas, en un edificio renombrado
en medio de la antigua Alameda de Las Delicias.
Sentarse y esperar que venga el
prisionero, el que luego entrará en medio de una fila ordenada y silenciosa.
Entre ellos el recitador de antaño. Los versos por primera vez detenidos y casi
olvidados. La miseria del Estadio, la ignominia del viaje en el barco Andalién,
han relegado la poesía y la risa. Los han cubierto también las andanzas de un
puma que sembraba de cadáveres los
caminos y el desierto. Sin saludar, mi padre pregunta si es cierto que han
fusilado a su amigo y camarada Mario Silva en Antofagasta. Hablamos de la
familia, del estado de su hija embarazada y de naderías. Por primera vez los
ojos de mi padre dicen más que su boca. Me pide libros, entre ellos un tomo de
Estudio de la Historia de Toynbee y me recomienda que cuide mi
salud...
Se retiran los prisioneros y
luego las visitas. El bus parte con su carga ahora silenciosa. Van quedando
atrás solo unos alambres de púas, que detienen el paso de los hombres que miran
con ojos ansiosos al grupo que pareciera ir hacia la libertad y que en realidad
se devuelve a una cárcel un tanto más grande, lo mismo de amarga.
Hoy, con su suerte de gozador de
la vida, ni el Estadio, ni Chacabuco, están en sus recuerdos. Sin embargo,
cuando estuvimos juntos hace poco más de un año, me recitó como antes, como
hace más de cincuenta años: “...el ciego sol, la sed y la fatiga... por la
terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos –polvo, sudor y
hierro– el Cid cabalga”.
Luisa Castro Nilo