domingo, 7 de abril de 2013

Congrio a la cuyana

Este relato de Carlos Semorile fue "preparado" en el marco de una invitación específica a escribir sobre cocina e inmigración. Si alguno de los lectores tuvo una experiencia de este tipo y si tiene ganas de contarla, puede acercarnos su testimonio. La idea era abordar el tema de la inmigración desde su cocina y en sus más diversas facetas. A veces se trataba de mantenter un gusto, un sabor, olores, a la distancia. Otras veces se trataba de adentrarse en el país y en la cultura (las culturas) que recibía(n), aprendiendo a comer platos diferentes. Otras se armaron increibles mestizajes culinarios... Etc. Publicaremos otros textos de esta serie.

***

Olga Maestre fue una de esas cocineras del pueblo que aprenden su oficio paliando el hambre de sus críos en humildes cocinas y con lo que tienen a la mano. Hasta el final de sus días, su especialidad fue el bife a la criolla, bien jugosito y, por lo mismo, acompañado de una buena cantidad de pan. Podría haberme muerto creyendo que era un plato “de diseño” si no hubiese descubierto que en la zona cuyana argentina, y también en Chile y en Perú, se lo conoce como “bife a lo pobre”. Olga había nacido en San Juan y toda una cordillera, y una mala comunicación interregional, la separó de los pescados chilenos y otras delicias del Pacífico. Pero durante su exilio en Santiago tuvo que darse maña con los frutos del mar, más específicamente con el congrio y en dos oportunidades. La primera era toda una prueba, pues se trataba de una familia chilena, así que había que esmerarse. Con la desconfianza de las gentes criadas en los valles hacia las carnes no vacunas, sazonó el congrio con limones y naranjas, y lo aromatizó con varias especies. La prueba fue superada: los Viñas se mostraron tan sorprendidos como satisfechos. La segunda visita era un “compañerazo” que estaba de paso y al que se proponía agasajar repitiendo la experiencia. Y mejorándola. Los cítricos, desde ya, pero muchas más hierbas que la vez anterior, de modo que el congrio estuviese bien adobado y perfumado. Horas y horas de trabajo y dedicación en la cocina de la calle Foster. Le salió exquisito, y la consigna era no pedir de repetir por si al cumpa le apetecía hacerlo. Cosa que efectivamente sucedió, un par de veces. Un éxito. Sólo restaba el comentario del agasajado para cerrar la jornada con gloria y honor: “Muy bueno, doña Olga”. Pero, ay!, agregó: “Sencillito, como me gusta a mí”. 

Carlos Semorile