No es el título de un ensayo, ni tampoco
una relectura del antiguo mito griego. Es más: cuando lo adoptamos como nombre
ni siquiera sabíamos qué cosa era un mito, ni mucho menos quién había sido Prometeo.
No sólo éramos muy chicos: éramos muy brutos. Recuerdo que conversábamos sobre
la malísima suerte de haber nacido en una calle bautizada con el nombre de un
tipo al que no conocía nadie. Peor aún: con ese apodo extrañísimo, nadie sabía
cómo llegar hasta nuestra cuadra ya que, en nuestro imaginario, ningún geógrafo
sensato se animaría a estampar esas cuatro sílabas fatídicas en un mapa.
Sin embargo, el pasaje Prometeo era una
delicia: apenas dos cuadras de casas bajas separadas por la transitada arteria
Iberá, lo cual hacía que cada uno de los “dos pasajes” tuviese vida propia. Allí
se fueron instalando nuestros padres a principios de los años ´60, y allí
crecimos sus hijos, entre los vecinos de Núñez, sosegados y apacibles, ni tan
acelerados como los de la zona comercial de Belgrano, ni tan remotos como los
casi bonaerenses de Saavedra. Los días siguieron tranquilos, un genuino remanso
de bonhomía y buena vecindad, hasta que los pibes empezamos a crecer un poco, y
alguien echó a rodar una redonda y las tardes se llenaron de fútbol y gritos.
Como si nos hubiésemos juramentado,
apenas llegados de la escuela revoleábamos los portafolios, sorbíamos apenas un
poco de leche, y ya estábamos en la calle jugando a la pelota. Jugando en
serio, digo, dejando el alma en cada pique, chivando como cosacos, desgañitándonos
todo el tiempo, peleándonos a muerte por un penal no cobrado y un tiro que pasó
rozando el imaginario travesaño. El pasaje había perdido la calma: aunque
todavía no nos llamábamos así, estaban naciendo “Los Diablos de Prometeo”.
El nombre fue idea de mi viejo, y tengo
dos hipótesis al respecto: o fue una manera de conciliar a “bosteros” y
“gallinas” bajo el amparo del prestigio que en aquel entonces tenían los
“diablos rojos” de Avellaneda, o fue una genialidad semántica de la que
vendríamos a darnos cuenta pasados los años y los libros, cuando al fin supimos
todo lo que el titán Prometeo hizo por nosotros. Sea como fuere, nosotros
aceptamos el bautismo junto con las demás directivas de nuestro director
técnico, preparador físico, levantador anímico, chofer e hincha número uno.
Todo eso fue mi padre, y también nuestro fotógrafo.
Gracias a él, nos quedó un retrato de
aquel conjunto, una foto que ha virado al sepia y en la que estamos los once
titulares de aquella aventura prometeica –y una hermana colada, que aspiraba a
sumarse al equipo-. Ahí, como en las tribus primitivas, estamos los hijos del
barrio, todos emprimados entre sí, los Niro con los Lombardi (y un primo más de
esta tanada), los Semorile con los Misenti, más el flaco Alejandro Schijman
(aprímico), y Dante no sé cuánto (y un primo suyo) que fueron los únicos
miembros del “segundo pasaje” que llegaron a sumarse a Los Diablos. Al fondo,
está nuestro estadio, el Parque Saavedra, y al frente la ternura de unos
rostros benditos que aún nada sabían de los peligros de robarle el fuego a los
dioses.
Carlos Semorile