No es la primera vez que me pasa, pero
en los cumpleaños la gente tiende a confundirse. Por ejemplo, mientras se hace
el asado, mi suegra me ve en el arenero del club con uno de los niños y me
dice: “¡Qué bien, cuidando al sobrinito!” La verdad que no: el pibe se cuida solo
y él solito “banca los trapos” frente a grandotes que le llevan una cabeza, o
más. Sucede que el niño ha convertido el “trepador” en un barco que navega las
procelosas aguas de su imaginación, y los grumetes le deben obediencia al
Capitán Valentín. Mediante el prodigio de su parla van apareciendo el timón,
las velas, el mar, los peces, otros barcos, el ancla, y entonces aprovecho para
incrementar su diccionario de marinería: proa, popa, eslora, babor, estribor,
astrolabio. ¿Que es muy chiquito y no entiende los conceptos que dichas
palabras encierran? Probablemente. Sin embargo, las ha repetido como Dios
manda, y alguna vez, tal vez el día menos pensado, las tendrá a su disposición
o se las brindará a alguien más.
“Los tíos no educan”, suelen mascullar los
padres con la bronquita apenas contenida, y algo de insana envidia también. Es
cierto, pero olvidan decir que las tías y los tíos también siembran en sus exclusivas
criaturas. En mi caso, no sería quien soy si no hubiese mirado las películas de
cowboys acompañado de los comentarios mordaces y sardónicos de mis tíos
varones. Cada sábado, por la pantalla del viejo canal once, los apaches
rodeaban, arteros, la caravana de pacíficos colonos que querían hacer progresar
aquellas “tierras de nadie”. Cruzando la calle, mis amigos del barrio miraban
la misma cinta del salvaje Lejano Oeste, y odiaban a los ladinos comanches o
sioux sin sospechar que -sí o sí- el Séptimo de Caballería llegaría a tiempo
para impedir la matanza de los desolados “farmers”. A mí, entre risotadas, me
lo habían contado mis tíos, quienes también competían a adelantar líneas
completas del seductor diálogo final entre el muchachito y la inocente blonda
que lo rescataba del vicio y la perdición del “saloon”. No voy a negar que todo
ello me alejaba de mis cuatecitos, pero lo que perdí en inocencia lo gané en
ironía para, con estudio y también con suerte, tratar de ser “un gil avivado”.
Por mi parte, y en tiempos de alarmante
neutralidad del lenguaje, me encanta enseñarles palabras lunfardas a mis
sobrinas y sobrinos. Sus rostros revelan un asombro genuino, a la vez que parecen
descubrir el otro lado de la realidad, una orilla más divertida y menos opaca
que les permite decir “cheno” en vez de noche, o reemplazar llovizna por garúa.
Por lo que llevo dicho, podría pensarse que sólo me interesa este aspecto del
vínculo, pero no es tan así. Ya me gustaría haber heredado las habilidades
manuales de mi tío Negro, que cuando yo era pibe me hacía los barriletes más
lindos del mundo. No sólo me los hacía, sino que –con infinita paciencia y
amor- me enseñaba a hacerlos, desde el dibujo y los cortes, hasta el armado y
el engrudo, y saber remontarlo. Pero no hubo caso: sólo me interesaba verlos
volar. Irse y quedarse, pero siempre un poquito más allá que acá.
Los papalotes del tío Negro, si mal no
recuerdo, fueron posteriores al globo azul y rojo de la tía Betty. Ella
trabajaba en una tienda de Belgrano, y tenía un largo viaje hasta Ciudad Evita.
Sin embargo, en Puente Saavedra decidió comprarme un tremendo globo, y lo llevó
con ella en lo sucesivos bondis del problemático regreso. Contando con la
solidaridad de los demás pasajeros, la tía Betty siempre tuvo una ventanilla
disponible para que el globazo fuera viajando “a su aire” hasta llegar a
destino. Caminó luego desde la parada hasta la casa familiar donde, más que
satisfecha, me entregó su regalo. Pero, enseguida, quedó perpleja: apenas
recibido de sus manos, no tuve mejor idea que salir al jardín y soltarlo para
ver cómo se perdía en el diáfano cielo. Los papás siempre hablan de sus dolores
paternos, pero pregúntele a Betty cómo fue ese día de su vida como tía.
Como en los cumpleaños, estoy algo
confuso y probablemente todo sucedió en un orden inverso al de este relato.
Poco importa, porque tuve tías y tíos que me regalaron palabras necesarias,
hermosos barriletes artesanales, y un brillante y viajero globo rojo y azul.
Carlos Semorile