(Escribo
este relato cuando aún faltan algunas horas para que la Argentina y Bélgica
definan quién se va y quién sigue en el Mundial. Mientras eso sea una incógnita,
me puedo permitir recordar sin rencor, pero también sin sorna, a la improvisada
peluquera belga que hace muchos años conocí en Managua).
Nomás llegabas a la Nicaragua sandinista
y ya necesitabas comenzar a adecuarte al “sistema”: no había un transporte
especial que te llevara del aeropuerto a la ciudad, y me recuerdo haciendo ese
trayecto semicolgado en un simple bondi de línea. Una vez arribado, resultaba
difícil encontrar “el centro” de Managua, y es que entre el terremoto de 1972 y
la guerra contra Somoza muchos edificios habían pasado a ser terrenos baldíos
con, por ejemplo, un tanque inutilizado enseñorándose entre los escombros.
Buscaba “el trocen” pero en realidad necesitaba un hotel, algo sencillito y
acomodado a mis flacos bolsillos, pero el único que quedaba en pie era “El
Intercontinental”, con precios ídem. Le debo haber provocado pena al conserje,
con mi aspecto desarrapado y mis costillas flotantes, porque él mismo me
recomendó que buscase el “Hotel Norma”. No quedaba lejos, tampoco cerca, pero
era lo único que había sin más chances ni alternativas.
Resultó ser una pensión que
administraba, justamente, doña Norma y su señor esposo, dos personas mayores
que no eran precisamente la alegría de vivir. Sin embargo, la posada era el
paraíso de los jóvenes -y a veces no tan jóvenes- extranjeros que llegaban a
conocer por dentro la Revolución Sandinista. Tenía una disposición espacial que
invitaba al encuentro de los ocasionales residentes, con un amplio patio que
ocupaba buena parte del terreno –que incluía los baños y las duchas-, y con una
gran galería techada que anticipaba los cuartos, obligadamente compartidos. En
aquella galería, con sus hamacas colgantes y sus largos mesones, se hablaban
todos los idiomas y también eran babélicas las comidas y las bebidas. Los
desayunos estaban incluidos en el servicio, cafés muy negros y tortillas de
maíz, y se extendían “ad infinitum” a medida que los aprovisionados gringos
compartían sus mantecas de maní con la que untaban cualquier cosa que
aparentase ser sólida.
Pero el fiestón “mais grande” lo armaron
dos brasileros que se llamaban como uno solo: Joao y Gilberto. En medio de
tantos contingentes que iban y venían hacia los cafetales en plan de brigadas
solidarias, la historia de estos apolíticos muchachos gays desentonaba con
rasgos de sainete. En realidad, amaban la cultura yanqui y, a golpes de enormes
esfuerzos y sacrificios, habían salido de los andurriales más pobres de San
Pablo con el sueño de establecerse y triunfar en Miami. Pero el destino, que a
veces pega estas tremendas volteretas soviéticas, quiso que fuesen prolijamente
afanados por milicos colombianos durante una requisa de rutina. Afano que no
advirtieron hasta llegar a Venezuela, donde se pusieron a vender comidas regionales
en el consulado brasilero para juntar centavo tras centavo y, algún día lejano,
como en las películas que glorifican al “self made man”, comprarse sus pasajes
a USA. En Caracas los conoció un “servicio” sandinista que se apiadó de ellos y
los hizo llegar hasta Managua, y les ordenó esperar un nuevo contacto que los
depositaría, de polizontes, en un barco que rumbeara hacia a los Unaited.
O
sea que, mientras los demás nos desplazábamos por Nicaragua y volvíamos a
aterrizar en “El Norma” para reencontrarnos y proseguir nuestras interminables
pláticas políticas, Joao y Gilberto estaban obligados a pasarse los días
clavados en el hospedaje, a la espera del misterioso personaje del buque
fantasma. Con una diferencia no menor. Joao era algo mayor y le ponía mucha onda
pero, en cambio, Gilberto estaba muy fastidiado: él se había imaginado bajo las
rutilantes luces de La Florida y estaba varado en una ciudad pobre, semi
derruida y, muchas veces, sin suministro eléctrico.
Ha de ser por eso –para levantarle el
ánimo a su compadre- que un día Joao nos prometió a todos (los suizos, mis
hermanos irlandeses, los italianos Carlo y Roberto, los belgas, las francesas, la
gringa piola que era visitada por el hermano de Omar Cabezas, una chilena, un
uruguayo y este porteño) que armaría unas caipirinhas que nos volarían las
cabezas. Con la escasez existente, pensé que deliraba. Pero Joao y Gilberto
salieron de “rotation”, y volvieron con los limones tipo lima y, aún más
asombroso, con un par de bolsas de azúcar blanca. Pidieron música (doña Norma
accedió), se pusieron manos a la obra, y empezaron a circular los cócteles. En
un par de horas de tomar un trago atrás de otro, ya podíamos bailar samba
subidos a las hamacas y cantar en un dialecto bastante similar al portugués
devenido en brasilero. Pese a las alevosas resacas, fue un éxito rotundo que
acrecentó la ya importante camaradería internacional.
Lamentamos, pues, que algunos se fueran
yendo (como los irlandeses, llevándose operada a la entrañable Mary O´Grady
Walsh, pero esa es otra historia), mientras otros permanecían, y otros volvimos
a viajar. Y, al regresar a la hostería, nos enteramos que Gilberto se había
puesto de novio con un vecino que atendía un “paladar” de la esquina, y ahora
todo “lo nica” le parecía maravilloso, sublime, excelso. Pero no todas eran
rosas: el hombre del navío ya les había pasado las coordenadas y la cuenta
regresiva hacía más tristes y a la vez más dulces las horas del amor. El sabio
Joao lo miraba gozar y sufrir, mientras preparaba sus consuelos para las
previsibles “saudades” de Gilberto.
Por el contrario, otros y otras, como
los suizos y los belgas, andaban pidiendo la escupidera: el gusto por el
exotismo había dado paso al hartazgo, pese a que muchas veces les habíamos
advertido que no confundiesen la idiosincrasia latina de los nicas con síntomas
revolucionarios. Pero, bueno, ellos extrañaban sus chocolates, los horarios
cumplidos, y me animaría a decir que al “sistema” en general. Mi vuelo de
regreso coincidía con el de ellos, y nos despedimos de “El Norma” con una
cortada de pelo para los viajeros varones a cargo de una de las muchachas
belgas. Mary Fins no era peluquera ni nada parecido: sólo pretendió serlo una amistosa
tarde tropical, lejos de su Bruselas natal, y algunos osados le seguimos la
corriente.
A la mañana siguiente, los dos “pelados”
rioplatenses le devolvimos el favor. Íbamos en el ómnibus que nos llevaba del
aeropuerto al centro de la ciudad de Guatemala, cuando la belga casi se mata
por bajarse del micro en movimiento. Había visto un puesto callejero de
golosinas y, viniendo de la carestía
nicaragüense, pensó que era el único en toda Guatemala y se tiró de
palomita. Con lo justito, la atajamos con el yorugua, y en un francés espantoso
le aseguramos que aquí iba a poder hartarse de chocolates y dulces. Nos
entendió pero nos miró con odio y, lo que es peor, no nos creyó hasta que se lo
confirmó una francesa, testigo de su posible deceso. La juzgué desagradecida.
Y, desde aquel día, me hice a mí mismo el juramento de que nunca más dejo que
me rape ninguna improvisada -y adicta- peluquera de Bruselas.
Carlos Semorile