A mi
madre le regalaban todas las navidades un traje de baño. Ella sabía a priori lo
que iba a encontrar debajo del árbol cada 24 de diciembre. No era sorpresa. Y
la razón de este regalo era justificada: los primeros días de enero, la
enviaban con su hermano a Maullín, un pequeño pueblo a la orilla de un río, al
sur al final de la zona continental chilena, donde un tío abuelo tenía una casa
que recibía a los familiares para la temporada estival. Los niños regresaban a
su hogar a mediados de marzo justo antes de volver al colegio.
Esa
costumbre se repitió por años sin que nadie se cuestionara jamás la posibilidad
de hacer otra cosa. Y debe de haber sido una muy buena decisión porque hasta el
día de hoy mi madre recuerda las temporadas en Maullín como las más felices de
su vida. Ese pueblo pequeño, perdido, donde la luz eléctrica llegó a mediados
de la década del 50, sin semáforo pues había tan poco vehículo que, cuando
pasaba uno, todo el mundo salía de su casa para mirar la novedad y donde los
únicos panoramas eran ir a bañarse en las mañanas, pasear en el jardín
admirando las flores e ir a la plaza al atardecer a conversar.
Ese
hábito era uno de los tantos que la familia tenía. La vida estaba
agradablemente estructurada en torno a ciclos que se respetaban de la manera
más natural. Año nuevo celebrado pero con mesura, el posterior relajo, la
vuelta a clases con la compras correspondientes, la pascua del conejo, las
tareas, el tejido, las ruedas de póker de los padres, el 18 de septiembre que
daba inicio a los chalecos más delgados, los exámenes de fin de año, el árbol
navideño, y cerrado 1954, 1955, 1956 y así. A veces, algún matrimonio, bodas de
plata, bautizo o evento en particular marcaba alguna distinción. Pero la
existencia sucedía en torno a festejos simples: la temporada de espárragos, los
aromos en flor, los días más largos.
Cuando
yo era pequeña, la organización era más flexible. El exilio de por sí no
facilitaba planificación de largo aliento ya que siempre se estaba a la espera
de mudarse. Pero fue posible consolidar algunos hábitos. Como nadie tenía cerca
la casa en la playa de los abuelos o de los tíos y no había mucho recurso
monetario, los días feriados o bien se iba de visita donde algún amigo que
residía en otra ciudad o país o bien era el amigo el que venía a la casa, cosa
que se disfrutaba igual porque uno hacía de anfitrión entonces se organizaban
muchas salidas entretenidas y se preparaban comidas especiales. Variaba quién y
dónde, pero como al final tampoco eran tantos los amigos ni tantos los lugares,
ciertas familias y ciertas comarcas terminaron siendo mi propio pueblo chico.
La televisión en ese entonces no era tan demoníaca y presentaba una
programación diaria, semanal por lo que se podía esperar con entusiasmo el
dibujo animado favorito cada miércoles o la hora del cine clásico los viernes
por la noche, lo que me dio la oportunidad de conocer la cinematografía
completa de Chaplin, de Hitchcock, de Marilyn Monroe.
Un día
llegó la globalización que achicó el planeta. Con ella, también se confundieron
los hemisferios porque basta con tomar un avión para saltarse tres estaciones
en seis horas. Y en esta fusión de puntos de referencia, sumada quizás a la
posibilidad siempre existente al menos en términos virtuales de tener siempre
acceso a todo a cualquier hora del día y cualquier día del año, también se
fueron las rutinas. Así, se pueden comer frutillas en invierno y se puede ir a
la nieve en verano, ver folletines a las tres de la mañana si se está desvelado
o escuchar un recital en vivo de madrugada pues la televisión por cable me
permite estar en vivo con Londres. También se puede tomar champaña aunque no se
esté celebrando nada más que otro día de estado melancólico. Como dicen algunos
cuando quieren adelantar su aperitivo a momentos antes del mediodía (el
protocolo tradicional sostenía que beber alcohol antes de las doce del día no
era de caballeros): “En algún lugar del mundo, ya es hora de tomar un whisky”.
La
rutina hoy produce el mismo terror que le producía a nuestros antepasados ser
excomulgados. Pero lo cierto es que para la humanidad, la repetición nunca
había sido un problema. Así lo demuestra el folklore en que los mismos ritmos y
temas se han escuchado por siglos sin que haya aburrido nunca a ninguna
generación, excepto la nuestra, ávida de constantes emociones nuevas. Y no es
que la aventura y lo inédito no sean fabulosos. Claro que lo son. Sin embargo,
adquieren ese sentido mágico cuando justamente se trata de un evento especial. La
esencia de la cotidianeidad no tiene que ver con falta de riqueza, al
contrario, es la certeza que las etapas felices no son efímeras como lo indican
nuestras actuales verdades absolutas. Es la posibilidad de que ese verano
increíble con los primos, ese pan casero al desayuno con los hermanos, esa
velada inolvidable con los mejores amigos, esa tarde emocionante esperando
Nochebuena, volverá a ser a perpetuidad sin nefastas alteraciones.
Un
joven artista chileno que viajó en busca del sueño americano declaró para un
reportaje: “Nueva York es una ciudad fabulosa, extraordinaria, donde todo pasa
y todo es posible; pero es una ciudad que te da solamente una oportunidad. Si
la pierdes, no habrá otra”. Deduzco que si esa oportunidad se toma y se toma
bien, se entra gloriosamente a ese circuito desenfrenado de experiencias
únicas. Pero existe otra alternativa, la del mundo de antaño, del gesto
antiguo, que consiste en un lugar donde la oportunidad está ahí siempre, cada
lunes, cada viernes, cada primavera, cada otoño. El propio Monet, tan único,
creador e innovador, se dio cuenta finalmente, en su búsqueda por captar “el
momento” por excelencia, que no importaba pintar todos los días el mismo árbol
que está en el jardín de la casa, porque al final, nunca es el mismo árbol.
Basta que pase una nube y ya cambian todas las formas y todas las tonalidades,
por lo tanto, todas las inspiraciones. ¿Puede haber opinión más confiable sobre
los días que un sabio en la esencia misma de la luz y los colores?
Valeria Matus