El secreto de las creencias no radica tanto en su
dogmatismo como en la piadosa ternura de algunos creyentes. Mis dos abuelas
profesaban la misma fe, sólo que Asunta, mi nona paterna, lo hacía con
vehemencia, con cierta beligerancia inclusive. Con esos modos suyos, consiguió
que mi padre fuera monaguillo y que su hija mayor incluyese el nombre “María”
en el de cada una de sus siete hijas. Llegó a tener una nieta monja que, para
colmo de su dicha, fue madre superiora de un colegio religioso. Siendo
monaguillo, a mi padre le tocaba asistir al cura en una importante ceremonia
pero fue desplazado para que ese rol lo cumpliera el hijo de un notable del
pueblo. Que yo sepa, no volvió a comulgar más nunca. Pero sería errado echarle
toda la culpa a la curia. Era un científico en todo el sentido del término, y
tarde o temprano hubiese colgado los hábitos. Eso sí: sus hijos no podíamos ser
ni curas ni milicos.
Sin embargo, se llevaba de maravillas con su sobrina
la monja, y solían tener esos diálogos picantes y mordaces que en las películas
italianas mantienen sacerdotes y
“rojos”. De hecho, sus otras sobrinas –las hermanas de la madre superiora-
militaban en la Fede,
y también ellas sentían un apego especial por su tío y mentor ideológico. Inútiles
habían resultado los gritos de la hermana de mi padre cada vez que las visitábamos
en el pueblo: “Llegaron los comunistas, llegaron los comunistas!!!”. Ante el
arribo del demonio, mis primas –entonces niñas- debían encerrarse en los
cuartos y no salir hasta nuevo aviso. Mi pobre tía nunca imaginó que algunas de
sus “Marías” estarían junto a mi viejo para recibir a Perón en Ezeiza. Recuerdo
a la mayor de ellas al regreso de aquella odisea, los mechones desgreñados
sobre el poncho montonero. Fue ella y no mi padre quien contó lo cerca que les
pasaron las balas. Un milagro.
Con mi otra abuela, la de la fe indulgente y
compasiva, mantuve furiosos debates acerca de la religión. Salía apenas de la
infancia, y creía yo estar a la altura de esa mujer que, amorosa, se dolía de
mi intolerancia. Era, al fin, el hijo del bioquímico, su vástago investido en
el materialismo de la ciencia, el que había ido junto a su padre a ver de cerca
a Neil Armstrong, de paso por Buenos Aires. ¿A qué creer en paparruchas si el
hombre, en su progreso lineal y perpetuo, había caminado en la luna? Pero no
advertía que estaba hecho de otra madera, y que la vistosa mecánica del
alunizaje no desalojaba de mi corazón el sortilegio de los cuentos sobre ciertas
comarcas -Bagdad, Cartago, Nazaret- y los hechos de algunos héroes y profetas.
Las discusiones con la bubú Olga no eran sobre doctrinas, sino sobre “la
dimensión de lo sagrado, que no es necesariamente lo religioso aunque se
superpongan permanentemente”.
Todo esto viene a cuento de una pequeña cruz que
compré siguiendo un impulso hace añares en una feria de artesanos y que
reencontré hace poco en el fondo de una caja. Allí fue a parar luego del
escándalo que mi novia de entonces –estrella de David al cuello– me hiciera por
mi humilde crucecita. Ahora que lo pienso, resulta curioso que en nuestras
discusiones –que no eran pocas– termináramos apelando a la fábula del profeta
Mahoma y la montaña, un relato ni judío ni cristiano que servía para las
reconciliaciones. Según ella, yo era la montaña y Mahoma…, bueno, en realidad
el tema es quién ponía la templanza. Vuelvo a tocar mi despojada cruz
artesanal, y rememoro todos estos diálogos entre creencias, atravesadas por la
historia de los hombres que viven sus días en la tierra con un ojo puesto en el
cielo de los dioses. Porque “lo sagrado
puede no acontecer, pero es lo que permanentemente esperamos”.
Carlos Semorile