lunes, 4 de mayo de 2015

Mahoma y la templanza




El secreto de las creencias no radica tanto en su dogmatismo como en la piadosa ternura de algunos creyentes. Mis dos abuelas profesaban la misma fe, sólo que Asunta, mi nona paterna, lo hacía con vehemencia, con cierta beligerancia inclusive. Con esos modos suyos, consiguió que mi padre fuera monaguillo y que su hija mayor incluyese el nombre “María” en el de cada una de sus siete hijas. Llegó a tener una nieta monja que, para colmo de su dicha, fue madre superiora de un colegio religioso. Siendo monaguillo, a mi padre le tocaba asistir al cura en una importante ceremonia pero fue desplazado para que ese rol lo cumpliera el hijo de un notable del pueblo. Que yo sepa, no volvió a comulgar más nunca. Pero sería errado echarle toda la culpa a la curia. Era un científico en todo el sentido del término, y tarde o temprano hubiese colgado los hábitos. Eso sí: sus hijos no podíamos ser ni curas ni milicos.

Sin embargo, se llevaba de maravillas con su sobrina la monja, y solían tener esos diálogos picantes y mordaces que en las películas italianas mantienen  sacerdotes y “rojos”. De hecho, sus otras sobrinas –las hermanas de la madre superiora- militaban en la Fede, y también ellas sentían un apego especial por su tío y mentor ideológico. Inútiles habían resultado los gritos de la hermana de mi padre cada vez que las visitábamos en el pueblo: “Llegaron los comunistas, llegaron los comunistas!!!”. Ante el arribo del demonio, mis primas –entonces niñas- debían encerrarse en los cuartos y no salir hasta nuevo aviso. Mi pobre tía nunca imaginó que algunas de sus “Marías” estarían junto a mi viejo para recibir a Perón en Ezeiza. Recuerdo a la mayor de ellas al regreso de aquella odisea, los mechones desgreñados sobre el poncho montonero. Fue ella y no mi padre quien contó lo cerca que les pasaron las balas. Un milagro.

Con mi otra abuela, la de la fe indulgente y compasiva, mantuve furiosos debates acerca de la religión. Salía apenas de la infancia, y creía yo estar a la altura de esa mujer que, amorosa, se dolía de mi intolerancia. Era, al fin, el hijo del bioquímico, su vástago investido en el materialismo de la ciencia, el que había ido junto a su padre a ver de cerca a Neil Armstrong, de paso por Buenos Aires. ¿A qué creer en paparruchas si el hombre, en su progreso lineal y perpetuo, había caminado en la luna? Pero no advertía que estaba hecho de otra madera, y que la vistosa mecánica del alunizaje no desalojaba de mi corazón el sortilegio de los cuentos sobre ciertas comarcas -Bagdad, Cartago, Nazaret- y los hechos de algunos héroes y profetas. Las discusiones con la bubú Olga no eran sobre doctrinas, sino sobre “la dimensión de lo sagrado, que no es necesariamente lo religioso aunque se superpongan permanentemente”.

Todo esto viene a cuento de una pequeña cruz que compré siguiendo un impulso hace añares en una feria de artesanos y que reencontré hace poco en el fondo de una caja. Allí fue a parar luego del escándalo que mi novia de entonces –estrella de David al cuello me hiciera por mi humilde crucecita. Ahora que lo pienso, resulta curioso que en nuestras discusiones –que no eran pocas termináramos apelando a la fábula del profeta Mahoma y la montaña, un relato ni judío ni cristiano que servía para las reconciliaciones. Según ella, yo era la montaña y Mahoma…, bueno, en realidad el tema es quién ponía la templanza. Vuelvo a tocar mi despojada cruz artesanal, y rememoro todos estos diálogos entre creencias, atravesadas por la historia de los hombres que viven sus días en la tierra con un ojo puesto en el cielo de los dioses. Porque  “lo sagrado puede no acontecer, pero es lo que permanentemente esperamos”.

Carlos Semorile