lunes, 4 de mayo de 2015

La ciudad y sus latidos



4. El comercio



La Gran Vía era el nombre de una tienda que vendía principalmente telas. También vendía pijamas, frazadas y ropa escolar como uniformes, calcetines, blusas y delantales. Daba a la calle Ramírez, la principal avenida comercial de Osorno. Existía desde los años 20. Tenía esos amplios mostradores de madera donde se podían desplegar con toda comodidad los géneros para medirlos y apreciarlos en todo su conjunto: la textura, el grosor, los colores, los diseños. Los pesadísimo rollos se ordenaban uno sobre otro en largos estantes que cubrían los muros completos. 

Mi abuela, que tenía la afición de la costura, compró ahí desde que se casó a mediado de los años 40. Los propietarios eran los Anuch, familia árabe que había llegado durante la inmigración a Chile desde Medio Oriente. Todos los hermanos trabajaban en el negocio. Pero a mi abuela siempre la atendía uno de ellos: don Manuel. Un caballero. Con toda la postura y decoro de un caballero. Muchas veces fui con ella y nos atendía con mucha devoción, aprovechando la transacción para conversar, aconsejar una tela u otra, reír un rato, hablar del tiempo, en suma, compartir, esa bendición olvidada. 

Además, mi abuela tenía una cuenta, es decir, una suerte de crédito. En esa época, no existía la tarjeta plástica con códigos de seguridad y todo, pero sí se usaba una libreta donde don Manuel anotaba a mano lo que mi abuela llevaba y luego iba rayando a medida que ella iba cancelando la cuota correspondiente. No existía norma, ni banco, ni ley alguna que pudiera obligar a pagar esa cuenta. El contrato se basaba en la sola confianza y mi abuela nunca dejó de pasar puntualmente cada mes a cumplir con su compromiso. Había incluso hecho a su hijo prometer y jurar sobre todas las cabezas que si ella se moría un día cualquiera, lo primero que él haría sería pasar a La Gran Vía a consultar si había algún saldo pendiente para finiquitarlo.

Cuando mi abuela falleció, tuve la grata sorpresa de encontrarme con don Manuel en los funerales. Me dio un abrazo y dijo: “Se ha ido una gran dama. Es una pena tremenda”. Varios años atrás ya, regresé a Osorno por unas vacaciones (no voy casi nunca desde que partí) y pasé a La Gran Vía. Supuse que no me recordaban porque cuando los visitaba era una muchacha adolescente, entonces me presenté: “Hola, pasé a saludar, soy Valeria, la nieta de la señora Blanquita” (mi abuela se llamaba Blanca, pero siempre le decía “señora Blanquita”). Se produjo una euforia en el lugar. Me acogieron con una enorme sonrisa: “¡Qué gusto verla! ¡Se echa tanto de menos a su abuelita!”. Y seguramente ante mi expresión de interrogante, uno de los hermanos me contó: “Manuel falleció hace dos años. Un accidente. Fue atropellado. Una desgracia. Siempre tuvo buena salud. Podría estar vivo perfectamente”. 

Hace unos breves momentos, me enteré que La Gran Vía cerró. Por una decisión de los herederos, se remató todo y el local fue adquirido por una cadena de tiendas de ésas que se repiten a lo largo de todo Chile. No es la primera situación similar que ocurre en Osorno. Farmacias, librerías, ferreterías que eran parte de la memoria colectiva de muchas familias fueron vendidas y muchos edificios que eran patrimonio arquitectónico quedaron sumidos bajo el anonimato de los letreros luminosos. Recordé con esto también la lenta muerte del antiguo mercado. Era un sitio bellísimo con fruterías, florerías y carnicerías cuyos dueños agonizaron, comercialmente hablando, durante casi 20 años hasta que no pudieron seguir resistiendo a la intrusión de los supermercados. Ese mercado, que tenía la particularidad, a diferencia del común de los mercados, de ser muy luminoso porque contaba al fondo con un gigantesco ventanal, en sus últimos días tenía apariencia de matadero abandonado. 

El comercio se ha vuelto, tal vez injustamente, la instancia más vilipendiada de la actualidad. O quizás no es tan arbitraria su mala prensa. Es el espacio y el tiempo donde la impersonalidad de un sistema despiadado se despliega con todos sus poderes para anular nuestra esencia personal. Pero no siempre fue así. Hubo un momento en que las áreas comerciales no eran sitios enajenantes de histeria y frustración. Existieron dimensiones donde vender no era solo cobrar y comprar no era sólo adquirir. Se iba a buscar algo lindo, compartiendo un intercambio lindo, con solicitud, deferencia. También con cumplimiento. También con afecto. Con una disposición de urbanidad, civilidad, de ánimo atento y honesto hacia el otro. En suma, con humanidad. 

Valeria Matus