Le contaba ayer a un colega, que me había impactado
profundamente enterarme que se estaban cumpliendo los 100 años del nacimiento
de Orson Welles. Para mí, cuando era chica, él era un personaje del pasado, sin
duda. Pero un pasado no tan lejano. O sería que como era una figura reconocida
dentro de las aficiones de mi familia (el cine), me parecía que se trataba de
alguien en cierto modo vigente, aunque no fuera el jovencito contemporáneo.
Y esta conversación me hizo comentarle: “cuando yo
era joven, él ya era viejo y sin embargo, lo conocía perfectamente. Los chicos
de hoy probablemente no tienen idea de quién fue Orson Welles”. Me respondió
que hacía un tiempo él había mencionado a un escritor y su compañera de oficina
respondió que no sabía quién era porque era anterior a cuando ella había
nacido. Y comprobamos ambos cuántas veces hemos estado escuchando ese argumento
desde hace algún tiempo.
“No tengo idea de quién fue Chaplin porque yo no
había nacido”. Yo hubiera dicho eso en mi casa a los quince años, probablemente
mi madre habría fruncido el ceño y hubiera dicho con un tono aterrador de
ironía y reproche: “entonces según tú nadie podría opinar sobre Napoleón”. Pero
hoy, conversando y compartiendo con diferentes muchachos, he podido observar
que pareciera ser que lo que sucedió antes de que uno naciera puede no
solamente olvidarse, sino que legítimamente ni siquiera haberse conocido.
Y me hace volver a mi constante inquietud: el
desplome espiritual del mundo de ayer. De cuando lo ocurrido “antes de que yo
naciera “no estaba solamente en un libro de historia. Cuando las épocas
pasadas, las películas clásicas, los referentes literarios y los grandes
pensadores, eran parte de las sobremesas, de las conversaciones de bohemia
junto a una botella de vino con los amigos donde parecía que ellos, Julio
César, Rousseau, Stravinsky, también estaban participando de la tertulia. Del
mismo modo, los hechos cotidianos se asociaban fácilmente a recuerdos
colectivos. Así, mi madre de repente hacía unas conexiones increíbles como que
cuando era adolescente daban noticias en el cine antes de la película, y que en
una de esas matiné hubo un extra e informaron que se había asesinado a Kennedy,
y que ella andaba con su amiga Kinka, y que tenía puesto un vestido con harto
ruedo, porque en esos años todavía se usaban los vestidos con ruedo así como
los que usaba Nathalie Wood en “Rebelde sin causa”, y que un caballero que
estaba sentado adelante solo se había dado vuelta y les había dicho:
“disculpen, pero no tengo con quién comentar la noticia. ¡Qué tremendo esto que
maten a un Presidente!, ¿no?”.
Asimismo mi padre contaba una vez: “si la presencia
inglesa era enorme en Chile, recuerden la Guerra del Pacífico, de hecho mi madre se llamaba
Eugenia Victoria, por la reina Victoria, claro, en esos años a muchas niñas se
les ponían ese nombre”, y más de alguien hubiera respondido, “así es pues,
ScarlettO´Hara también le quería poner a su hija Eugenia Victoria”. Si relatara
esta anécdota hoy, sin duda tendría que comenzar por explicar quiénes diantre
fueron la reina Victoria y Scarlett O´Hara, y qué tenían que ver con Arturo
Prat. Y si rematara agregando que esa moda del nombre duró casi todo el siglo
XIX, mis interlocutores pensarían que estoy haciendo una broma.
Y en medio de todos estos diálogos que rayaban en lo
surrealista, crecí yo, divirtiéndome, emocionándome, enriqueciéndome. No quiero
tampoco juzgar a quienes viven con los ojos totalmente puestos en el futuro.
Quizás son menos angustiados que yo. De hecho, lo son. Tampoco quiero sentir algún
grado de superioridad con respecto a los que ven la vida de otra manera. Es
sólo que me entristece advertir que, muchas veces, se pierden de un patrimonio
humano que me gustaría que también disfrutaran, porque percibo que esta
negligencia se debe a la irresponsabilidad y egoísmo de los adultos de mi
generación, que vivieron lo mismo que yo, pero que optaron por promover un
mundo superfluo en el cual el conocimiento y el saber no tienen importancia.
Cuando regresamos a Chile –a este transformado Chile–
mi padre dio muchas conferencias sobre literatura española, su especialidad. En
una ocasión, ante un auditorio de muchachos del colegio jesuita, unos alumnos
preguntaron: “¿Por qué no estudiamos más autores chilenos nuevos? ¿Por qué
tenemos que leer el Cid, a Lope de Vega, Marianela?” Ante
lo cual mi padre, además de sugerirles y animarlos a no tener miedo a los
clásicos porque no eran aburridos como parecía, respondió: “porque escribieron
en español, nuestro idioma, siglos antes de que existiéramos. ¿No sienten que
es una fortuna poder decir que Cervantes también es nuestro?”
Valeria Matus