Tuve la sensación al entrar que
los objetos habían estado jugando o que una gran fiesta había tenido lugar en
ausencia de los dueños.
Habría sido la fiesta de las
cosas chiquitas. Las grandes no podían jugar. Eran demasiado pesadas, demasiado
importantes. A nadie se le ocurriría que el piano, que estaba en el salón,
pudiera amanecer en la cocina. Lo mismo pasaba con el sillón y con las mesas.
Incluso con los cuadros que miraban en silencio como los buenos amigos que
comprenden muchas cosas. Ellos tampoco podían cambiar de lugar.
Pero las cosas chiquitas habían
estado jugando –ahora era una certeza–al escondite y a la mancha. A la mancha
sobre todo, y era por eso que una pantufla había quedado en medio de la cocina.
Sorprendida en su huida en el instante preciso en que los dueños habían abierto
la puerta. Y ahí se había quedado. Inmóvil. Haciéndose la distraída, como si no
hubiera nada más natural que una pantufla sola (de muchos colores) abandonada
en medio de la cocina, soñando con ser un zapatito de cristal.
Ese gentil ajetreo no tenía nada
que ver con el desorden que uno ve, ciertos días, en otras casas. Casas
oscuras, aunque se prenda la luz, donde no hay forma de ganar la batalla de los
hombres con sus cosas. Uno siente en esas casas que algo se ha perdido. Algo
que la gente lleva adentro y que no sabe cómo nombrar. Para no asustarse, le
ponen nombres conocidos de cosas que se ven. Le dicen anteojos, llaves,
billetera. No quedaría bien andar preguntando por el alma o por la alegría.
Tampoco era el desorden de esos
extraños coleccionistas que se niegan a tirar sus cositas –dicen así: “mis
cositas”– y se ven envueltos, primero, luego sumergidos por una montaña de
objetos. Alguna vez escuché hablar de un hombre que no salía de su departamento
porque no podía abrir la puerta. En su caso, no es que faltara la llave sino
que la cantidad de papeles acumulados (pilas y pilas de papeles, una vida
entera de papeles, revistas y diarios) había terminado por acabar con los
espacios libres y el departamento se había vuelto trinchera. Aunque nadie
atacaba jamás.
No, no era nada de eso. Era algo
más lindo, más tierno. (Algo parecido a la palabra remolino).
Y ahí fue que ella le dijo a sus
amigas No sé dónde puse la llave.
No se alarmó. Sólo dijo No sé
dónde puse la llave, así como otras veces decía Qué día más bonito.
O: Llueve.
Subió las escaleras.
Las bajó.
Las amigas empezaron a recorrer
los espacios con la mirada. Volví a tener la sensación de que las cosas
chiquitas habían estado jugando. Y que, un poco, se estaban haciendo las
graciosas y las miraban ir y venir, subir y bajar, girar, agitar manos y
brazos, al compás de una risa burlona que la calle no dejaba escuchar. Por los
autos sobre todo.
Hasta que dije Basta. Para
que me vieran de una vez. En realidad, no estaba escondida. Era la única cosa
chiquita que no había jugado. No me gusta jugar. Aparte no puedo. Paso mucho
tiempo afuera. No como todo esos objetos que sólo saben quedarse. (Los vasos se
ofenden cuando lo digo. Argumentan que estar en boca de todos es mucho más
emocionante que andar en una cartera o en una mochila o –peor– en el bolsillo
de un pantalón. ¡Qué saben! Lo que pasa es que me tienen envidia, porque si yo
no aparezco… se pudre todo).
Y acá estoy. Un esfuercito y ya
está.
¡Pero qué chicas más distraídas!
Me buscan donde no estoy y no me ven en mi lugar.
En fin, qué desgracia la mía. Con
un poco de suerte, en un rato me encuentran y salimos a pasear.
Antonia