domingo, 8 de noviembre de 2015

La magia de un disco



Un disco nuevo era uno de los placeres más grandiosos que podía ocurrirme en esas añejas décadas de los 70 y 80. Cuando digo “disco” es efectivamente eso: un Long Play  o vinilo como se les llama más comúnmente ahora. Aún tengo algunos tesoros por ahí como mi primer LP, que me deben de haber obsequiado mis padres cuando tenía unos 5 años,  “Pedrito y el Lobo” contado por Gérard Philippe e interpretado por la Orquesta de Unión Soviética. 

En aquellos tiempos en que las cosas no eran desechables y no existía el consumo desenfrenado, comprar un disco era un real evento. Y como todo acontecimiento, tenía varias etapas. La primera y la más difícil: juntar el dinero. Porque eran caros y más aún para mi ingreso que consistía solamente en mi mesada. Después me fui poniendo más astuta y los pedía como regalo. Así una vez ocurrió un milagro navideño y recibí dos discos: Elizabeth Schwarzkopf cantando arias de Mozart y una compilación de Charleston. Pero lo normal era tener que esperar mucho tiempo para agregar uno a la colección. Dicho sea de paso, armar una colección, de lo que fuera, en ese entonces, era una labor que requería años de pasión y paciencia. 

Luego venía la etapa más eufórica: ir a la tienda y adquirirlo. Las disquerías de por sí eran lugares fantásticos, sólo superados por las jugueterías. Cuando chica, iba por los cuentos infantiles narrados por grandes actores. Desconozco si ese tipo de grabaciones se realiza todavía. Ojalá porque era un pasatiempos realmente bello que llamaba mucho a la imaginación. Muchas voces acompañaron mis tardes: Catherine Deneuve contando La Cenicienta; Michèle Morgan, la Bella Durmiente. Después, decidir qué llevar comenzó a requerir todo un trabajo de análisis y uno solía enfrentarse a decisiones complicadas. Si esta orquesta o esta otra. Si este violinista o este otro. Pero se iba aprendiendo y con algo de práctica, uno iba poniéndose más ágil. En esas investigaciones, llegué a conclusiones propias, como que prefería a Carl María Giulini. También Claudio Arrau para Beethoven, pero Martha Argerich para Schumann. 

Y finalmente, acontecía el momento más preciado: llegar a la casa, abrir el plástico, sacar el disco con mucho cuidado, observarlo, darlo vuelta, mirar la etiqueta, colocarlo en el tocadiscos y escucharlo. Y como no se conseguía un disco nuevo muy seguido, lo normal era que uno lo escuchara, y lo volviera a escuchar, y de nuevo lo volviera a escuchar. Hasta que se sabía el disco de memoria, también el cuadernillo que lo acompañaba, cada página, cada ilustración, cada foto, cada palabra. Lo más común era que el rito terminara cuando ocurría la tragedia fatal: el disco se había rayado. 

Con todo lo anterior, no quiero tampoco desmerecer los demás formatos de música grabada que existían o surgieron después. La doble casetera que me obsequiaron para mi decimoséptimo cumpleaños marcó un hito en mi vida, pues me permitió acceder por poquísima inversión a una infinidad de nuevos estilos musicales. A través de ese aparato, se sumaron a mi espacio personal conjuntos folklóricos, bandas de rock, leyendas de la canción. Las innumerables oportunidades de la música digital también me merecen un debido reconocimiento, porque quizás ha sido la forma más democrática de acercar a las personas a esta maravillosa expresión artística. Hace poco, con solo un touch, conseguí en menos en menos de dos minutos tener en mi teléfono 36 canciones de Linda Ronstadt por 10 dólares en total. Sin embargo, me quedó la sensación de haber hecho un buen negocio más que haber disfrutado el puro placer de escuchar música. 

Los vinilos ejercen nuevamente fascinación. Se alaba su calidad de sonido, la precisión que puede alcanzar la grabación, lo deslumbrante de las carátulas. Pero los discos traen consigo otra dimensión: sentir que se vuelve a un mundo en el cual se tiene tiempo. Una vida en que las cosas no son un mero trámite, sino que representan descubrimientos, entusiasmos, expectativas y satisfacciones. El lazo afectivo con una música era una historia de muchos capítulos: se gestaba en la casa, o en el colegio, o por casualidad. A veces era un amor a primera vista. Otras veces, la música seducía de a poco y se hacía de rogar para ser conseguida. Pero de un modo u otro, el disco era un acompañante que recorría un largo camino desde que salía de su bodega hasta que llegaba a su destino final: el estante que iba a ser su hogar por el resto de su vida.

 Valeria Matus