Un disco nuevo
era uno de los placeres más grandiosos que podía ocurrirme en esas añejas
décadas de los 70 y 80. Cuando digo “disco”
es efectivamente eso: un Long Play o
vinilo como se les llama más comúnmente ahora. Aún tengo algunos tesoros por
ahí como mi primer LP, que me deben de haber obsequiado mis padres cuando tenía
unos 5 años, “Pedrito y el Lobo” contado
por Gérard Philippe e interpretado por la Orquesta de Unión Soviética.
En aquellos
tiempos en que las cosas no eran desechables y no existía el consumo desenfrenado,
comprar un disco era un real evento. Y como todo acontecimiento, tenía varias
etapas. La primera y la más difícil: juntar el dinero. Porque eran caros y más
aún para mi ingreso que consistía solamente en mi mesada. Después me fui
poniendo más astuta y los pedía como regalo. Así una vez ocurrió un milagro
navideño y recibí dos discos: Elizabeth Schwarzkopf cantando arias de Mozart y
una compilación de Charleston. Pero lo normal era tener que esperar mucho tiempo
para agregar uno a la colección. Dicho sea de paso, armar una colección, de lo
que fuera, en ese entonces, era una labor que requería años de pasión y
paciencia.
Luego venía la
etapa más eufórica: ir a la tienda y adquirirlo. Las disquerías de por sí eran
lugares fantásticos, sólo superados por las jugueterías. Cuando chica, iba por los
cuentos infantiles narrados por grandes actores. Desconozco si ese tipo de
grabaciones se realiza todavía. Ojalá porque era un pasatiempos realmente bello
que llamaba mucho a la imaginación. Muchas voces acompañaron mis tardes:
Catherine Deneuve contando La Cenicienta;
Michèle Morgan, la Bella Durmiente. Después,
decidir qué llevar comenzó a requerir todo un trabajo de análisis y uno solía
enfrentarse a decisiones complicadas. Si esta orquesta o esta otra. Si este
violinista o este otro. Pero se iba aprendiendo y con algo de práctica, uno iba
poniéndose más ágil. En esas investigaciones, llegué a conclusiones propias,
como que prefería a Carl María Giulini. También Claudio Arrau para Beethoven,
pero Martha Argerich para Schumann.
Y finalmente,
acontecía el momento más preciado: llegar a la casa, abrir el plástico, sacar
el disco con mucho cuidado, observarlo, darlo vuelta, mirar la etiqueta, colocarlo
en el tocadiscos y escucharlo. Y como no se conseguía un disco nuevo muy
seguido, lo normal era que uno lo escuchara, y lo volviera a escuchar, y de
nuevo lo volviera a escuchar. Hasta que se sabía el disco de memoria, también el
cuadernillo que lo acompañaba, cada página, cada ilustración, cada foto, cada
palabra. Lo más común era que el rito terminara cuando ocurría la tragedia
fatal: el disco se había rayado.
Con todo lo
anterior, no quiero tampoco desmerecer los demás formatos de música grabada que
existían o surgieron después. La doble casetera que me obsequiaron para mi decimoséptimo
cumpleaños marcó un hito en mi vida, pues me permitió acceder por poquísima
inversión a una infinidad de nuevos estilos musicales. A través de ese aparato,
se sumaron a mi espacio personal conjuntos folklóricos, bandas de rock, leyendas
de la canción. Las innumerables oportunidades de la música digital también me merecen
un debido reconocimiento, porque quizás ha sido la forma más democrática de
acercar a las personas a esta maravillosa expresión artística. Hace poco, con
solo un touch, conseguí en menos en
menos de dos minutos tener en mi teléfono 36 canciones de Linda Ronstadt por 10
dólares en total. Sin embargo, me quedó la sensación de haber hecho un buen
negocio más que haber disfrutado el puro placer de escuchar música.
Los vinilos
ejercen nuevamente fascinación. Se alaba su calidad de sonido, la precisión que
puede alcanzar la grabación, lo deslumbrante de las carátulas. Pero los discos
traen consigo otra dimensión: sentir que se vuelve a un mundo en el cual se tiene
tiempo. Una vida en que las cosas no son un mero trámite, sino que representan descubrimientos,
entusiasmos, expectativas y satisfacciones. El lazo afectivo con una música era
una historia de muchos capítulos: se gestaba en la casa, o en el colegio, o por
casualidad. A veces era un amor a primera vista. Otras veces, la música seducía
de a poco y se hacía de rogar para ser conseguida. Pero de un modo u otro, el
disco era un acompañante que recorría un largo camino desde que salía de su
bodega hasta que llegaba a su destino final: el estante que iba a ser su hogar
por el resto de su vida.
Valeria Matus