viernes, 30 de diciembre de 2016

El eucalipto


Los niños del edificio saben que las escaleras están hechas para quedarse. Ni para subir ni para bajar. Sino para quedarse sentados, amontonados, cuchicheando y planeando aventuras. Pequeñas aventuras. Entre el segundo y el tercer piso del edificio hay un barrote suelto. Uno de ellos lo suelta y juega a pasarse de un lado a otro. Los compañeros siguen detrás en fila india.  Pero el juego más entretenido es el de las ventanas. Lo juegan a menudo. Porque los niños del edificio también saben que las ventanas del espacio común, no están hechas para quedarse quietos mirando paisajes. En medio de la ciudad no son tantos los paisajes que se pueden mirar. De todas formas, esas ventanas dan a una terraza interior y de ahí, algunos metros más abajo, al patio de los encargados del edificio. Es un patio cualquiera que tiene una sola gracia: el eucalipto. Un árbol gigante que arroja sombras y agita sus hojas y arrulla. Es bastante frecuente ver a los niños abrir la ventana del espacio común, pasarse a la terraza y aproximarse hasta el borde para sacar algunas hojas del eucalipto, llevarlas a su casa y ponerlas en el tachito que se ubica sobre la estufa. Muchos departamentos del edificio huelen a eucalipto. Es por ese ir y venir  que los niños saben que en la terraza está también la escalera de incendio. Una escalera de metal que va desde el primer piso hasta el cuarto, pegada a la pared, y ubicada a poca distancia de los ventanales, como para permitir, en caso de necesidad, que ingresen los bomberos.  El juego de las ventanas es ése. Uno de los niños sale a la terraza, sube por la escalera de incendio e ingresa al edificio pasando por la ventana del cuarto piso… y salva a sus compañeros de algún peligro inminente... Es fácil hacerlo. Lo importante es concentrarse en la ventana y estirar bien la pierna, sujetarse fuerte, dar a penas un salto. Un adulto podría hacerlo sin dificultad. Un niño no tanto. Pero ellos lo hacen igual. Tantas veces, que ya no ven el peligro, hasta que un día se cae uno. Una. Es una niña. Se desconcentra. Discute con un compañero. No logra afirmar el pie en los bordes de la ventana, queda colgando de la escalera de incendio con una sola mano. La mano afloja. Aunque es un cuerpo chiquito, una fuerza increíble lo tira por los pies. Es un viaje interminable. Alicia, en el país de las maravillas, debió sentir algo parecido al caer por el árbol. Pero acá lo que se ve no son extraños objetos flotando en el vacío sino escenas felices (se acuerda, la niña, sobre todo de sus cumpleaños). Como no termina nunca de caer, sospecha que va a morirse, sigue tratando de aferrarse a los barrotes de la escalera de incendio para frenar la caída. La pared le arranca pedacitos de piel. No duele nada, solo pica, un poco. Casi al llegar al primer piso, suelta los barrotes y proyecta todo su cuerpo hacia el centro de la terraza. Se acabó, piensa. Pero también piensa que alguna vez escuchó que lo más importante es la cabeza: no hay que golpearse la cabeza. Por eso, ni bien el cuerpo choca contra el piso, la niña se hace bolita, no deja que su cabeza rebote, y solo cuando está segura de que la caída ha terminado, la deja reposar en el cemento.

Arriba está el cielo.

Nunca vio un cielo más hermoso. Se siente contenta. Tampoco había visto el eucalipto desde abajo. Es mucho más bonito mirarlo desde abajo que desde lo alto, con todas las hojas soplando sobre su cabeza y susurrando cosas que ahora la niña entiende o cree entender y a lo mejor es por eso que sonríe. No se mueve. Una mujer viene subiendo. Al llegar al descanso del primer piso, ve a la niña tirada en medio de la terraza. Comprende en un instante lo que pasó y larga un grito. Un grito que sube veloz por las escaleras, alcanza a los niños que vienen bajando y se escabulle hasta el departamento 312. La niña escucha. Quisiera decirle a la vecina que se calle, pero no logra articular palabra. ¿Por qué no salen? Sin embargo, son claritas. Señora, no grite tanto, ¿no ve que no estoy muerta? La niña siente que eso es justo lo que su mamá va a pensar ni bien le vengan con el cuento. La pucha. Eso le da pena. Y mira lo que son las cosas, le dice al eucalipto, andar lloriqueando como cabra chica, ¡si ni siquiera me morí! No me morí, mamita, repite entonces varias veces.

No me morí.

Cándida

martes, 27 de diciembre de 2016

El abuelo Salvador



Nadie supo por qué razón el techo fue para el abuelo Salvador, su lugar en el mundo, tal vez se sentía más cerca del cielo.

De melena blanca y ojos chiquitos y picarones, el abuelo Salvador trabajó la mayor parte de su vida como chapista. Después de jubilarse, en la familia todos teníamos miedo de que se entristeciera, sin embargo, la vitalidad de la abuela María con sus demandas cotidianas, y los problemas que traía el hecho de vivir en una casa vieja, colaboraron para que se mantuviera entretenido. Siempre tenía algo que arreglar y pasaba horas en el techo, pintando alguna cosa o vaya a saber haciendo qué.

Cuando Gigi, Ignacio y yo éramos chicos, nos llevaba al techo como salida, nosotros felices, porque ahí descubríamos otro lado de las cosas. Desde lo alto podíamos espiar las vidas de los otros, o sentir que éramos libres de las miradas del mundo adulto.

El limón para el pelo, la piecita de arriba, el cuartito de las herramientas, la parra, las uvas chinche maduras en la “pelopincho” del patio, las largas horas que se tomaba para todo (afeitarse, salir de la casa, cortarse el pelo), su ropa de albañil para andar en la casa, las revistas de salud, el vino con soda, las galletitas en el té como cena, la Ferroquina, y las charlas en la cocina de la casa de Palermo, son algunas de las imágenes que se me aparecen cuando pienso en “Kikí”, como lo llamábamos al abuelo con mis hermanos.

Eran eternas las despedidas cuando nos íbamos de su casa, emocionaba verlo ahí, parado frente a la puerta verde, esperando, saludando hasta que doblásemos en la esquina. A los nietos, en total fuimos cinco (con mis primos María e "Ignacito"), nos llamaba “abuelo” o “abuelito”, siempre me pareció algo muy tierno de su parte, y desde su ausencia mucho más aún.

En las tardes de verano era común encontrarse al abuelo recostado en el piso de algún rincón de la casa, es que él decía que dormir en un colchón duro o en el suelo “hacía bien al esqueleto y a la espalda”. Cuando se sentía mal después de haber tomado o comido de más desaparecía por días, se mudaba a la piecita de arriba, y no probaba bocado.

Nació en el 1922 en Nuzco, un pueblo ubicado al sur de Italia, en la provincia de Avelino A los 23 años llegó a la Argentina y conoció a su padre, Fiore, quien lo había “mandado a llamar" cuando allá la cosa no andaba bien después de una guerra dura en la que él, como tantos otros jóvenes, fue obligado a ser parte.

La historia volvió a repetirse cuatro años más tarde, cuando ya instalado en un conventillo de la calle Thames, el abuelo Salvador mandó a llamar a su mujer, la abuela María, y a su hijo (mi papá, también Fiore), a quien conoció cuando él tenía cinco años.

Allá en Italia, Kikí había dejado a su mamá y a su hermana menor, la tía Filucha, a quienes nunca volvió a ver. Tal vez en el techo encontraba un lugar para recordarlas o para que nadie lo viera llorando. Prefiero pensar que en ese techo se sentía más cerca de lo que había abandonado por esas cosas del destino.

Romina Grosso


miércoles, 16 de noviembre de 2016

El recuerdo que no se tiene



Viñeta de “Ardalén”, de Miguelanxo Prado

Siempre supe que mi padre había estado en Cuba por un año, el 61. Pero a diferencia de otras épocas de su vida que narraba con muchos pormenores, de ese periodo no sé absolutamente nada. Una vez encontré una fotografía de él usando guayabera, sombrero y lentes de sol, en medio de una plantación de bananos. Un atuendo absolutamente insólito para un hombre que, si bien era férreo enemigo de las frivolidades, no lo era de la formalidad y aborrecía que un profesor dictara clases sin chaqueta y corbata.

Mas tomó en su vida una que otra decisión irreverente. Había estudiado pedagogía en castellano y había conseguido un puesto de profesor en la Escuela Militar de Santiago. Un trabajo muy bueno para cualquier joven a finales de los años 50. Garantizaba prestigio, comodidad y estabilidad. Pero él quería viajar, conocer, saber. “Llevaba varios años ahí y veía de repente, a los otros profesores que ya estaban cercanos a jubilar, almorzando en el comedor de los oficiales, conversando sobre las tareas cotidianas. Y sentía que no quería terminar así, habiendo hecho de mi vida siempre lo mismo, todos los días lo mismo.” contó una vez en una velada entre amigos.

Revisando mi bodega –ese acto mágico puede cambiar una vida- encontré dos libros de la autoría de mi padre, publicados por el Ministerio de Educación de Cuba. Libros de estudio de la lengua española, su pasión. Me pregunté entonces ¿Cómo habrá sido esa permanencia de él en La Habana? Tantos años a su lado y nunca lo averigüé. Así como me sorprendió verlo con pantalones de lino blanco, me parece inverosímil imaginarlo en ese entorno. Él que sólo escuchaba música clásica y que detestaba el jolgorio. ¿Habrá descubierto allá alguna faceta de él mismo que no conocía? ¿Alguna dimensión alegre que nunca volvió a encontrar? ¿Se habrá quedado, en alguna noche de locura, bailando hasta la madrugada? ¿Se habrá enamorado quizás? Nunca le oí mencionar ni la más mínima impresión de esa estadía. Dado lo intolerante que era, imagino que si hubiera ocurrido algo negativo, lo habría comentado, por lo que supongo entonces que guardaba buenos recuerdos. Quizás tan buenos que los conservó como un tesoro propio.

En su cómic “Ardalén”, Miguelanxo Prado narra la búsqueda existencial de Sabela, una mujer que viaja al pueblo de España del cual salió su familia, para intentar descubrir qué ocurrió con su abuelo. Un hombre que viajó a Cuba en los años 30 con la promesa de encontrar mejores oportunidades, pero que finalmente nunca regresó. Su pista se pierde para siempre luego de cruzar el Atlántico y cualquier mención a él queda estrictamente prohibida por la abuela. Una historia sobre identidad, orígenes, migraciones, olvidos. Despedidas y reencuentros, fracasos y frustraciones. Pero sobre todo, sobre razones. ¿Por qué somos como somos? ¿Por qué pareciera que nacemos con ciertos impulsos, ciertos dolores, ciertas nostalgias y ciertos anhelos?

Sabela tiene 42 años. Se acaba de divorciar y está sin trabajo. No tiene claro su futuro, pero tampoco tiene real conocimiento de su pasado. No sabe hacia dónde ir, porque no sabe de dónde viene. Entonces decide que para poder seguir, necesita primero retroceder. No existe manera de encontrar al abuelo para preguntarle. Pero quizás en ese poblado enterrado al interior de las montañas, alguien lo recuerda, se acuerda, puede contar –ese otro acto mágico que puede cambiar una vida -, puede aclarar.

Los padres se reservan muchas explicaciones. Como también lo hacemos los hijos con ellos. La historia de uno mismo no siempre se encuentra en el recorrido íntimo. A veces, está afuera, en lo que el otro vio y nos comparte más tarde. Así las ancianas le decían antiguamente al muchacho enamorado: “no te cases con esa niña, mira que se parece mucho a una tía que hubo en su familia y que se volvió loca, ¿quién te dice que a ésta no se le suelta un tornillo también?”.

Y a veces la explicación está en un objeto: un recorte de diario, un reloj antiguo, una fotografía, una dedicatoria. Un pedazo material de la existencia de un ser querido que relata cómo y cuándo él fue alguna vez feliz y que nuestros afanes no son tan inusuales como pensamos. Así, cuando de pronto –o seguido e incluso muy seguido- uno tiene la fantasía de huir al silencio de una casa de campo con la sola compañía de una novela, no es una insensatez incomprensible, ni un disparate particular, si se recuerda que una vez se abrió un libro de García Márquez que perteneció a un progenitor y que en la primera página estaba escrito con fecha 1967: “Con mucho cariño, para que amenices esas tardes lluviosas del sur”.

 Valeria Matus

jueves, 3 de noviembre de 2016

Se necesita un cuerpo para mi madre

Este texto tuvimos la suerte de primero escucharlo. Lo leyó en voz alta la hija del  autor, nieta de la protagonista. Agradecemos poder publicarlo y constatar una vez más que la condición de escritor va con la de ser humano y que narrar a las personas puede ser una de las tantas formas que tenemos de querer y de hacer querer a los demás.

*** 



Mi madre… mujer coqueta si las hay, los años se le vinieron encima y su lucha permanente por mantenerse erguida, debido a unos huesos que se empeñan en deformarse, habla de la voluntad que tiene por no envejecer. Y ya es vieja… Sus hijos somos viejos.. sus nietos ya son grandes, hombres adultos casi viejos que, debido al paso de los años, hemos ido perdiendo parte de nuestra visión, a tal punto que debemos imaginarnos cómo es mamá camuflada detrás de tanto reboque y tanta pintura.

Hoy depende de los médicos a quienes trata como sus amantes y habla de ellos con el amor o el despecho de una niña embelesada, enamorada y apasionada o furiosa y despechada según la hayan tratado…

Una vez, un facultativo que la veía por primera vez le preguntó la edad…
–Mmñfsdtgjwyyooocho –dijo la vieja. Jamás supimos si era 48, 68, o 108… Allá lejos y hace tiempo supimos más o menos la edad de nuestra madre y alguna que otra anécdota de algún amor, antes de conocer a mi padre, y si mal no recuerdo fue algo platónico con un marino llamado Rodrigo de Triana quien alguna vez le prometió conseguir algún galeón y pasarla a buscar. En otra oportunidad, hace no mucho tiempo (quince años) un médico le sugirió que use un andador… ¡pobre señor!... Mamá que no es de decir muchas malas palabras, pero las sabe muy bien, se explayó ese día como nunca y le sugirió al médico que se dirija hacia el mismo canal de parto de donde alguna vez salió… Hace dos meses y mientras dormía, mis hermanas lograron sacarle los zapatos con tacos encarnados en una cirugía que duró apenas dos horas, donde se decidió atarla en vez de anestesiarla por miedo a que el bobo no le resista… Ahora, rebelde como toda adolescente y como diciendo “tomá pa vos” … se pone los tacos para dormir.

Mi mamá es coqueta y presumida… presume hasta de lo que le falta, no hay mejor artrosis que la de ella, ni mejores comidas, es capaz de prepararte una receta de comida con un huevo cuatro chauchas dos supositorios viejos de la puerta de la heladera y un chorro de pulmosan. Los pañuelos de cuello, según dice, son importados (comprados en el mercado de las pulgas de Entre Ríos y Quintana de Concordia) y si la vas a visitar te muestra el pulmotor de última generación que tiene en su pieza al lado de su cama. Come huevos fritos a escondidas, aunque dice que esas cosas le hacen mal, que las repite…¿las repite? Será que después de un huevo, ¿se hace otro? Y eso ayuda a que “no haya en el mundo mujer con un estómago más delicado que el de ella”. Y ni se te ocurra contar que vos también sufris de algo… porque si de sufrir se trata mi Mamá les ganará siempre.

Tan coqueta es mi mamá que a diferencia de los ancianos que se encorvan hacia adelante, ella lo hace de la cintura para arriba hacia atrás, más o menos tirando su espalda y cabeza unos treinta grados hacia popa, y todo lo hace con el fin de ser distinta. Como ya no puede luchar con su torso que, sí o sí va –por gravedad– apuntar al piso, ella lo hace pa atrás y si a eso le sumamos unas rodillas apenas flexionadas, la pelvis de mi madre llega siempre unos minutos antes que ella. Como presentándole bragueta a la vida.

Mi mama necesita una ablación pero no de órganos sino de cuerpo. Ella es una persona de 32 años en un cuerpo de mmñfsdtgjwyyooocho años… que habla, habla, habla y habla. Canchera como pocas y muy a la moda, solo que en el agiornarse se le escapan algunos detalles y dice por ejemplo “animal PRINCH” o intenta desastrosamente pronunciar palabras en inglés habiendo creado ella sola una nueva lengua.

Mi mamá es una persona que no le teme a los compromisos y si por ella fuese no tendría problemas en compartir los últimos años de su vida con un compañero de treinta y cinco o cuarenta años. Hasta cuarenta y cinco creo que mamá se lo bancaría porque –como ella dice– no está para aguantar viejos.

A mi mamá le dicen “Coca”. En realidad le dicen “la Coca” y me parece bien porque mi mamá, pobre, se llama Dula Oraydes y no es cuestión embarrar tanto glamour con semejante nombre.
 
Mamá no escucha mucho, y no es por problemas auditivos sino porque no le salen las dos cosas a la vez: hablar y escuchar. Recuerdo que una vez la llevaba en mi camioneta y le repetí cuatro veces que cierre bien la puerta. Venía yo por calle Avellaneda en Concordia y doblé por Laprida (venía con mi cabeza ya taladrada por tantas palabras juntas y pensando seguramente en los templarios o en la cuadratura del círculo para preservarme) cuando la veo a mi madre salir despedida hacia el pavimento haciendo sapitos con su cola… Dudé… y al fin decidí parar (no sé qué hubiesen hecho Uds. pero pónganse en mi lugar, es mi mamá) y ahí estaba mi vieja… sentada en el pavimento muriéndose de risa y diciéndome: “ahhh sos loco eh!” Así que decidí juntarla y dejar que siga siendo mi mamá hasta el día de hoy. Mamá te quiero, y en un rato te estoy llamando… ¡para que vos hables!

 
M. A. Delgado