De chiquito fui delantero,
con esa pasión que los pibes tienen por sus héroes eternos, los goleadores.
Hacía dupla con el más grande de los Niro, un jugadorazo en serio, un líder
natural y un formidable estimulador para todo el equipo. Para todos menos para
su broder menor y gran cuate mío, el Bocha Niro, que lo sufría como un hermano mayor
con algo de mandón y un mucho de sobreprotector. Pero en la cancha –es decir,
en las veredas y algunas veces en el Parque Saavedra–, los tres nos
complementábamos bastante bien y, por ende, nos repartíamos los goles. Y tal
vez todo hubiese seguido así de no ser porque nos tuvimos que exiliar a Chile
de un día para el otro, y en Las Condes había poco y nada de fútbol callejero
y, claro, ya no tenía a mis aparceros.
Y ya no los volví a tener.
Cuando al fin regresamos, los más grandes de la barra habían derivado hacia
otros intereses y habían arrastrado a los de mi edad hacia el mundo de los
disc-jockey, las pilchas, y las hijas rubias de oficiales que seguían llevando
luto por Lord Nelson. Perdimos la sana costumbre de potrerear, llenarnos de
moretones y molestar a los vecinos. La irrupción de la música disco fue como la
imposición de un deber ser prolijo, peinado y aplomado, y ya no quedaba bien apasionarse
con la redonda, abrazarse con los amigos o hablar a los gritos. Tiene que haber
sido en ese período que pasé de delantero a defensor, de goleador con mística a
patadura sin remedio, de integrar Los Diablos de Prometeo a no tener ningún
equipo.
Tiempo más tarde, en el año
final de la primaria, me tocó jugar un intercolegial bastante soso. Ya no aquel
jugador audaz y vistoso, pero este nuevo conjunto no invitaba a ninguna osadía.
Más que un equipo era una sucesión de estrellitas, cada una de las cuales
jugaba para su lucimiento. Y para su leyenda, porque el partido se jugaba dos
veces, la primera en la cancha y la segunda en los pupitres, vendiéndoles a las
pibas más lindas de la clase unas hazañas que jamás habían sucedido en los
hechos.
Mi padre fue a ver esos
partidos horrendos en los que nos vapuleaban sin piedad y en los cuales andaba
perdido como en una pesadilla. Pronto quedamos eliminados y, aunque me vi
aliviado, me sentía en deuda con mi viejo, quien venía arrastrando una penosa
enfermedad. Pero como dice el refrán popular, el fútbol siempre da revancha, y
ya no recuerdo cómo ni por qué nos armaron un desafío en pleno Parque Saavedra.
Ese día no pasé por el cole para ir con los demás, sino que bajamos con mi padre
desde Vedia al parque.
Ese sábado mi padre estaba
particularmente sombrío y apagado, pero alcanzó a darme algunas instrucciones
–y yo a escucharlas–, y entonces me desentendí de los maletas del Instituto San
Martín y me dediqué a recobrar la memoria. Jugué de “nueve” pleno, sin complejos,
y metí cinco goles seguidos, uno más lindo que el otro. Después, me hicieron un
penal y los falsarios del pupitre pretendieron birlarme el placer de patearlo.
Pero me impuse, tomé una carrera larga como mis ilusiones de que mi viejo
sanara, y la clavé en un ángulo, entre los guantes del arquero y el dolor de
los vencidos. Fue el 6 a 1 final. Tras el frío saludo de mis propios
condiscípulos, nos montamos en el Renó de mi padre rumbo a Vedia y a las
gloriosas papas fritas de mi madre.
El lunes, cuando ya no
esperaba ninguna otra satisfacción de la jornada del sábado, los cancheritos
del aula me la brindaron sin querer. Contaban sus mentidas glorias a la platea
femenina, y se metieron solitos en el brete de los seis goles. Una de ellas
preguntó quiénes habían marcado los tantos y ellos me señalaron con odio, como
si los hubiera hecho en contra. Entonces, la piba más bella del colegio se dio
vuelta para inquirirme si era verdad. Y ahí, entornando estos ojos tristes que
Dios me ha dado, le dije que sí en un susurro. Y, perdoname viejo querido, le
regalé a Alejandra los goles que hice para vos.
Carlos Semorile