En mi búsqueda
por una reedición de poemas de Nicomedes Guzmán, me encontré en el stand de
ventas de la editorial con un libro acerca de siete clubes de fútbol de Quinta
Normal. Una historia sobre los equipos de barrio en un Santiago en el cual comenzaban
las migraciones del campo a la ciudad con la industrialización en Chile.
Migraciones que conllevaron al surgimiento de las poblaciones, de la periferia,
de la pobreza urbana. Pero también de la organización comunal. Social y cultural.
También intergeneracional. De la lucha de agrupaciones de vecinos por utilizar
sitios baldíos y transformarlos en espacios recreativos.
En mi total
ignorancia, no tenía idea de que hubiera existido tanto club pequeño tan
formalmente bien constituido. Mi única experiencia con el tema había sido en
una exhibición fotográfica en la que quedé prendada de una imagen que
representaba justamente a un equipo de barrio: unos señores dispuestos como si
fueran jugadores profesionales aprestándose para un gran campeonato. Me produjo
un sentimiento casi de enamoramiento mirar a esos hombres que lucían con tanta
dignidad su camiseta distintiva. Me pregunté de dónde serían, cómo sería su existencia,
su familia, su trabajo. Cuánto sufrimiento habría tal vez en su rutina diaria y
cuánta alegría poder olvidar sinsabores cotidianos durante un partido entre amigos.
La lectura me
fue revelando un mundo de lazos constituidos a través de estas agrupaciones que
reunían a las personas en su necesidad de entretención compartida en medio de
duras condiciones de vida. Uno de los autores señala que, si afirmara hoy que
el lugar ocupado por estos clubes tal como se conocían en esos años ha decaído,
muchos rebatirían que es falso y que la preocupación por la actividad física
nunca en Chile había sido tan importante como en la actualidad, léase
proliferación de los gimnasios y maratones. Pero –sostiene el autor– una cosa
es el cuidado del cuerpo y de la salud (motivación individual) y otra totalmente
distinta es el deporte (motivación colectiva). Los clubes de fútbol no tenían
sólo que ver con jugar fútbol. Apuntaban a un afán de esparcimiento luego de severas
jornadas laborales. Pero también querían construir barrio, comuna, identidad.
Las dos primeras
dimensiones aún existen. Lo demuestra la fotografía de la exposición. Pero la
tercera, la que tiene que ver con la afiliación entre pares en espacios comunes
ha ido mermándose. Muchos terrenos han quedado sumidos bajo edificios. La droga
ha arrasado con muchas plazas donde los chicos antes eran felices con sólo una
pelota. Los clubes persisten, sí. Porque la necesidad de unirse al prójimo
permanece. Pero distintas entidades que antes trabajaban conjuntamente por una convivencia
mejor, como la radio, los municipios, los sindicatos, se fueron separando y
cada uno comenzó a enfocarse en sus propios beneficios.
El libro sobre
los clubes de Quinta Normal trae los correspondientes agradecimientos a quienes
hicieron posible la publicación. Uno de ellos está dirigido a un concejal de esa
comuna, ex preso político y casualmente padre de mi jefe en mi trabajo. Quiero
pensar que esto demuestra que las personas –ciertas personas con ciertos empeños–
en alguna parte siempre nos encontramos: en una cancha, en una oficina, en una
página. Como quiero creer también que Nicomedes Guzmán una vez más me condujo a
recorrer los vecindarios chilenos en sus aspectos más sanguinarios, pero
también más esperanzadores: el de los seres humanos que, sobre lo poco que
otros les dejaron –muchas veces un sitio vacío, despojado, abandonado– logran
cimentar juntos un sentido de alegría con el cual intentar trascender a la
subsistencia.
Valeria Matus